Un terremoto peor que una guerra
En Sarpol-e Zahab (Irán) muchos comparan el seísmo que ha matado a más de 400 personas con el duro conflicto con Irak en los ochenta
Primero vieron una luz que apareció de la nada para teñir el cielo, ya oscuro a las nueve de la noche. Sintieron un gran crujido y la tierra empezó a zarandearse. Caían paredes y los pocos que podían huían a la calle. El ruido era tan grande que ensordecía. Los que tenían la suerte de estar a la intemperie, como Nasser, llegaron a pensar que todos sus vecinos estaban muertos.
“Ahora le puedo decir que le tengo más miedo a un terremoto que a una guerra”, asegura este hombre, de 45 años, que dice recordar cada detalle de la guerra entre Irán e Irak en la década de los ochenta. “Esto es peor”, sentencia sin dudar.
Como muchos en las calles de Fouladi, un barrio de Sarpol-e Zahab, Nasser era un adolescente cuando las tropas iraquíes atacaron estos territorios de mayoría kurda de la provincia de Kermanshah, en el noroeste de Irán. Se calcula que alrededor de 1.400 personas de esta zona murieron durante el conflicto –las fotos de los mártires siguen presentes en toda la región– y alrededor de 800 quedaron heridas.
“Hubo varias etapas en esa guerra, todas muy duras”, recuerda Jabar, uno de los hermanos de Nasser. La mayoría de estas casas fueron construidas después del conflicto, que comenzó por orden del presidente iraquí Sadam Husein en agosto de 1980, quince meses después de la victoria de la revolución en Irán.
“Recuerdo que las carreteras eran atacadas constantemente por la artillería iraquí y muchos de los habitantes habían abandonado las poblaciones, todas campesinas y muy pobres”, cuenta Kaveh Kazemi, un fotógrafo iraní que viajó aquí en 1981.
En lo alto de los Zagros, la cadena montañosa en que se asienta la región, aparecen de vez en cuando algunas fortificaciones que sirvieron como frentes de batalla. Y en las vías todavía se encuentran viejos restos de helicópteros y de tanques de la guerra.
En la zona también se libró la que fue considerada la última batalla en 1988. “Yo pensé que había vuelto la guerra. Era como estar en medio de un bombardeo”, asegura Jabar mientras señala la casa de sus vecinos.
La vivienda de dos pisos se ha hundido. La fachada ha caído sobre el vehículo de la familia, que
apenas aparece entre los escombros. La escena se repite en calles aledañas. Otras viviendas, la mayoría construidas con ladrillos a la vista, están en el mismo estado. Se dice que este área de la ciudad tiene la mayor concentración de víctimas del seísmo, que en Sarpol-e Zahab ascienden a 236. Las autoridades aseguran que en total murieron 436 personas, aunque otras versiones hablan de 530. Y algunos lugareños van más allá y dicen que son muchos más.
“Cada uno de nosotros construimos este barrio con nuestro esfuerzo, nadie nos ayudó. Y creo que ahora nos tocará hacer lo mismo”, dice Nasser. Otras viviendas de los alrededores, si bien no están destruidas, han quedado dañadas. Casi todo el barrio es inhabitable. “Mi padre levantó esta casa con sus manos hace más de 30 años”, dice Behrouz Rostani, que pide reiterativamente una tienda de campaña, el reclamo más generalizado por los damnificados del terremoto del domingo día 12. Su tono de voz es tan alto que llama la atención del comandante de la policía local.
El oficial argumenta que están haciendo lo que pueden pero que todavía necesitan coordinar mejor la distribución de ayuda. La desesperación de la gente es tan grande que muchas veces rodean a los camiones con provisiones y terminan por hacerse con las tiendas y otro tipo de ayuda humanitaria, antes de que llegue a alcanzar el destino. La última medida ha sido enviar las tiendas protegidas por cuerpos de seguridad, no siempre con éxito. Pero el problema no termina aquí: muchas tiendas que llegan son bastante básicas, no sirven para cobijar a familias numerosas ni tampoco para calmar el frío intenso que hace por la noche. Esta es, además, una de las regiones más pobres de Irán.
“Yo no pido dinero, yo no pido comida. Lo único que quiero es una tienda donde resguardar a mis tres hijas que han sobrevivido”, asegura Nosratolah, también a gritos, mientras su hermano trata de alejarle de los periodistas. La construcción familiar de tres pisos se ha derrumbado. Sus tres hijos han fallecido y sólo horas atrás han recuperado sus cuerpos de debajo de los escombros. En aquel momento, una excavadora movía los restos de la edificación de donde poco a poco iban saliendo las memorias de la familia. Tres cámaras de fotografía –“las del Ramadán”, susurra el hombre al recibirlas–, algunos carnés con imágenes que otro de los hombres va guardando en una bolsa de plástico; la carrocería de los coches destruidos, que van tirando a un terreno deshabitado en las proximidades.
Desde otra esquina, el grupo de mujeres de la familia, todas vestidas de negro, no paran de llorar. Una de ellas se tira del cabello desesperadamente, un ritual arraigado entre los kurdos de esta región. Las mujeres se hacen daño en el cabello y se arañan el rostro como símbolo de duelo.
Esta imagen se repite en cada una de las poblaciones cercanas, muchas en lo alto de las montañas, donde se han derrumbado miles de pequeñas viviendas, algunas veces con las ovejas y las vacas dentro. “Somos muy pobres, nuestra vida ha sido muy dura, ahora qué vamos a hacer”, gritaba Nazanin, que había perdido a nueve familiares.
En las montañas piensan que el Gobierno los ha abandonado. “Si no fuera por la gente de Teherán y otros lugares del país que nos han enviado de todo, no sé qué sería de nosotros”, decía Nazanin. En su desesperación, Nosratolah cuenta que casi toda su familia quedó enterrada bajo los escombros pero tuvieron la suerte de salir. Los que lo hicieron primero ayudaron a los otros y así sucesivamente. “El Gobierno no quiere recibir ayuda internacional para demostrar que ellos pueden controlar la situación, ¿por qué?”, se pregunta.
Reclamos similares se oyen unos metros más adelante, en un conjunto residencial de 24 edificios que forman parte de un ambicioso proyecto nacional de viviendas de protección social conocido como Maskan-e Mehr. “Esto parece Siria”, asegura uno de los soldados del ejército iraní, que junto con la Media Luna Roja local han sido los principales responsables en la ayuda del rescate y apoyo a los damnificados.
Las paredes cayeron como si fueran piezas de dominó y dejaron al descubierto cada uno de los cubículos que conformaban estas viviendas, que tienen unos cinco años. En su interior las paredes se derrumbaron y sólo los más afortunados pudieron recuperar algunas de sus pertenencias, especialmente las neveras y algunos muebles, que iban acumulando en las partes aledañas a este complejo residencial.
“Una vez nuestra vida estuvo destruida por la guerra y 26 años después tenemos este terremoto”, lamenta un vecino. Como la mayoría de los habitantes del conjunto, se siente engañado. Para la población de Sarpol-e Zahab no se puede comparar lo que sucedió con casas como las de Fouladi, en el barrio de Nasser, levantadas hace décadas por sus habitantes cuando intentaban reconstruir su vida en medio de la pobreza que dejaba la guerra, y estos edificios construidos por iniciativa estatal hace pocos años. “Nos robaron”, repite Irash, otro de los damnificados, que como muchos otros ha levantado su tienda a las afueras del complejo.
El presidente Hasan Rohani, que visitó la población el martes pasado, aseguró que su Gobierno buscaría a los responsables de este proyecto, que fue puesto en marcha durante el Gobierno del anterior presidente Mahmud Ahmadineyad.
“Lo que hemos vivido en estos días me ha hecho recordar que en la guerra hubo días que encontrábamos muchos muertos tirados en la calle. Ahora ha sido igual, pero debajo de los escombros”, asegura Nasser. Él no quiere volver a entrar en estas casas. En esta región de Irán veinte segundos de temblor crearon un trauma mucho mayor que el que dejaron ocho años de guerra.
La desesperación es tan grande que detienen a los camiones antes de que lleguen al destino
“En la guerra había muertos por la calle; ahora igual, debajo de los escombros”