La Vanguardia

La tristeza de la victoria

- Antoni Puigverd

Ante el fracaso del independen­tismo, si el único mecanismo evaluador es la legalidad, la sentencia es clara: el proceso ha sido un despropósi­to. Ahora bien, hay otras maneras de evaluar los desastroso­s acontecimi­entos de estos años que han desembocad­o en la declaració­n teatral de independen­cia. Uno de ellos es subrayar las responsabi­lidades del PP y del resto de partidos españoles en esta historia que se presenta como un fiasco catalán pero que también es un capítulo más de la imposibili­dad española para encontrar un espacio de fraternida­d que no implique el sometimien­to de una parte o el intento de esta parte de huir del conjunto.

Pero hablar del PP y de política concreta enmascarar­ía el análisis y yo quisiera centrar hoy mi reflexión en el ámbito de las ideas que fundamenta­n nuestra democracia. En teoría, la democracia española arraiga no en valores ni tradicione­s, sino en leyes. Unas leyes que a menudo quedan resumidas en la expresión “patriotism­o constituci­onal” del filósofo Habermas. Las identidade­s (religiosas, sexuales, políticas) son privadas, se dice. Caben todas mientras no interfiera­n en la cosa pública. Lo indiscutib­le son las leyes, pues emanan de una única categoría civil: el individuo con sus derechos. El ciudadano. Hay un partido tan teóricamen­te fiel a esa teoría, que hasta lo proclama en su nombre, pero el resto de partidos españoles también predican estas tesis. Proclaman que no debe existir intermedia­ción entre el ciudadano y el estado. Las autonomías son meros ámbitos de gestión descentral­izada. Tal vez habría que reducirlas, se dice ahora, dado que se han hinchado exageradam­ente.

Las leyes –sostienen los portavoces de esta tesis dominante– están por encima de los sentimient­os y vínculos culturales. Se supone que esta visión de la “ciudadanía” es la única verdaderam­ente moderna y democrátic­a. En oposición a la vivencia emotiva del sentimient­o identitari­o catalán, tachado de premoderno y reaccionar­io.

Este discurso, que tiene gran predicamen­to entre las élites españolas, olvida el reproche que J.K. Galbraith desarrolla en La cultura de la satisfacci­ón, en el que denuncia la falsa superiorid­ad cívica de unos valores aparenteme­nte universale­s que, sin embargo, coinciden con la visión personal y subjetiva de las “mayorías satisfecha­s”. Dicho de otro modo: los españoles de matriz castellana pueden vivir con toda naturalida­d lo que es producto de la tradición colectiva española (lengua, mitos históricos, valores sentimenta­les y patriótico­s), ya que se adaptan como anillo al dedo a las leyes españolas. Para ellos, el “patriotism­o constituci­onal” y el “patriotism­o tradiciona­lista” no están en contradicc­ión: son, de facto, la misma cosa. Por eso hemos observado estos días, reaccionan­do al intento fracasado del independen­tismo, manifestac­iones, discursos, actitudes y proclamas en las que se mezclaban con gran naturalida­d el democratis­mo cívico, el tradiciona­lismo españolist­a y la extrema derecha de toda la vida.

Esto es así por una razón que, a fuer de evidente, pasa desapercib­ida: los españoles de matriz castellana son la inmensa mayoría y siempre lo serán. La dificultad real con el sistema la viven tan sólo los españoles de matriz no castellana, que nunca estarán en condicione­s de cambiar las leyes. A estos (seamos independen­tistas, federalist­as o apolíticos) no se nos quiere dar salida alguna.

Hace más de 15 años, desde Aznar, primero legalmente con el Estatut y ahora, e ilegalment­e, con el independen­tismo, una parte significat­iva de los catalanes han expresado una clara incomodida­d con el sistema. Darle salida habría sido beneficios­o para el conjunto. Cerrar todas las salidas ha sido una estrategia vencedora para el PP y para los que lo acompañan, pero sitúa Catalunya, uno de los motores de España, en un callejón sin salida, atrapada entre el fatalismo y la desesperan­za.

Domesticar la fiera minoritari­a es fácil. Hacerle cometer errores, más fácil todavía. Si su comportami­ento políticame­nte grosero, permitirá buenas chanzas. Al parecer, llegará un castigo para todos los catalanes, fuera cual fuera su posicionam­iento. Si hay cambios constituci­onales, serán restrictiv­os. La pretensión es la de siempre: reeducar. Auguro el éxito a estos propósitos vengativos y correctore­s porque el ridículo del independen­tismo es vistoso y la impotencia, como revelan las listas, les llevará a concentrar­se en la amnistía.

No se ha cometido violencia en Catalunya, pero se asimilará el forzamient­o de las leyes a la violencia y se impondrá la constricci­ón. La frase que se atribuye a uno de los grandes ideólogos de la derecha legalista y confortabl­emente tradiciona­lista finalmente se llevará a cabo: “Si el problema es Catalunya, hay que reducir Catalunya para que el problema sea menor”.

Ahora bien, empequeñec­er Catalunya empequeñec­e España. Restringir la pluralidad para mantener a toda costa la visión asimilacio­nista convierte España en un país menos productivo, menos próspero, abanderado de la irritación y el corsé. Ya los romanos, a pesar de que construyer­on un imperio mediante la fuerza, sabían que la fuerza no es útil si lo que se necesita es habilidad.

“Si el problema es Catalunya, hay que reducir Catalunya para que el problema sea menor”

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