La Vanguardia

Viejos conocidos

- Joana Bonet

No me avengo a la palabra madurez como expresión que define mi etapa vital. Y menos a la locución mujer madura; automática­mente la relaciono con la granazón de la fruta y su aroma excesivo, a un tris de descompone­rse. O a un bolso debidament­e ordenado y con el dinero planchado, sin sobresalto­s. También me evoca a Stephen Vizinczey y ese calor de regazo que exhalaba su libro En brazos de la mujer madura, y a las películas de Hanna Schygulla o Meryl Streep, que muy pronto presidió el club de las mujeres ídem. Puestos a elegir, prefiero veteranía, que es menos sensorial y más unisex. Porque un hombre maduro huele a agua de lavanda, pinta canas de prestigio y pasea su atractivo, convencido de que ha intercambi­ado estabilida­d por juventud. Una mujer madura, en cambio, es un saco de bestias negras. La amenaza de la palabra tabú donde las haya, menopausia, continúa actuando de maleficio, igual que esa familia semántica que amaga una historia universal de biología y psicología, de indisposic­ión y sofocos: menarquía, menstruaci­ón, climaterio, amenorrea…, nombres que parecen vergonzoso­s cuando en verdad estructura­n el principio de la vida.

Pero más allá de las palabras estigma, atisbo un nuevo ánimo en ese correr de los años, una sazón que no me disgusta. Por ejemplo, es sábado por la tarde, me doy un baño con la radio puesta, y recuerdo que hacía lo mismo de joven cuando me preparaba para salir a bailar. Rodaba el dial hasta que sonaba Radio 3 mientras me ahuecaba el pelo, pensando que aquel instante de soledad gloriosa merecía ser clocado. Un sentimient­o que poco ha cambiado, el mismo nervio sigue ahí, cuando por azar suena un hit del Neandertal, Lost in love, que no escuchaba al menos hacía una década. En lugar de salir a bailar, sacaré a pasear el perro, las luces ya tintineand­o sobre la ciudad. Cuando atraviese el parque oscurecido, buscaré un sendero extraño, a modo de pequeña jungla urbana, y pisaré a conciencia sobre las hojas secas igual que los niños chapotean en el charco.

A menudo me pregunto si el permanente elogio de la juventud no contiene demasiado masoquismo. Cuán idealizado tenemos un tiempo en el que hay que forjarse una identidad y un oficio, además de un lugar en el mundo. Nuestra generación X, paréntesis o bisagra, la de Los Cinco, Travolta, las hombreras y el minidisc, ha insistido en alargar la adolescenc­ia, celosa de su tiempo y su mismidad, ávida de encontrar estímulos y recreos. Pero la veteranía tiene muchas ventajas, y habrá que empezar a elogiarlas, a bendecir esa edad mental en la que puedes permitirte sin culpa hacer lo que te venga en gana. Celebrar el alivio de mirarte al espejo y hallar, por fin, a una vieja conocida.

A menudo me pregunto si el permanente elogio de la juventud no contiene demasiado masoquismo

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