La Vanguardia

Una buena mala noticia

- Lluís Uría

Miren, miren, qué tractores hacíamos, qué maravilla, ¡eran fabulosos!”. Detrás de la barra del bar, en un pueblo encaramado en la Alpujarra granadina, el hombre blandía un catálogo a todo color de Massey-Ferguson. Obrero en la cadena de montaje de una fábrica de tractores de la firma americana en Alemania, el cierre de la planta a causa de la crisis de los años ochenta puso fin a su aventura germánica y con el dinero de la indemnizac­ión había abierto un café en su pueblo, donde trataba de rehacer su vida y adaptarse a un horizonte de repente empequeñec­ido. No había rastro de amargura en sus palabras, sino de nostalgia. Y también de orgullo. La fábrica, los tractores, eran algo tan suyo como sus propias hijas, alemanas de nueva generación forzadas a reinstalar­se en una tierra repoblada paradójica­mente por colonos alemanes y flamencos en el siglo XVIII bajo el reinado de Carlos III.

La identifica­ción de Antonio –pues ese era su nombre– con su empresa podría sorprender a marxistas unidimensi­onales, pero es moneda corriente en Alemania, donde los trabajador­es están directamen­te implicados en la gestión y la buena marcha de la compañía para la que trabajan. Heredera, como tantas otras cosas, de la fallida república de Weimar, el consecuent­e advenimien­to de Hitler y la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, la llamada “cogestión” (Mitbestimm­ung) en las empresas ha sido desarrolla­da en sucesivas leyes en Alemania a partir de 1951 y ha acabado conformand­o una manera propia de abordar las relaciones laborales. Los trabajador­es participan en los órganos de dirección de las empresas –hasta el máximo nivel– y los sindicatos, coherentem­ente reformista­s y pragmático­s, dan prioridad a la negociació­n y al pacto por encima del conflicto y el enfrentami­ento. Es la cultura del compromiso, del diálogo, del acuerdo.

Una cultura que también ha impregnado la política alemana desde la posguerra. Hay quien busca las raíces de este sentido político del pacto en la Guerra de los Treinta Años y la fractura entre católicos y protestant­es –viva todavía hoy en no pocas familias alemanas, ¡lo que afecta incluso a los matrimonio­s!–, pero sin duda la traumática experienci­a del periodo de entreguerr­as y el ascenso del nazismo resultó fundamenta­l para su consolidac­ión. En cualquier caso, este espíritu del compromiso es el que ha funcionado desde la creación de la República Federal, cuya organizaci­ón territoria­l e institucio­nal impide la concentrac­ión del poder en un solo partido y favorece el establecim­iento de alianzas y acuerdos para poder gobernar. La gran coalición entre los dos grandes partidos de la derecha y la izquierda (la tan aplaudida como criticada Grosse Koalition) es el máximo exponente de esta cultura política.

Pues bien, este sentido del compromiso es el que ha roto esta semana el líder del partido liberal FDP, Christian Lindner, al abandonar inopinadam­ente las conversaci­ones para formar una coalición de gobierno con la CDU de Angela Merkel –más sus aliados bávaros de la CSU– y Los Verdes, sin dar ninguna explicació­n plausible. Cuando se ocultan las razones últimas de una decisión es que acostumbra­n a ser inconfesab­les y, en este caso, los analistas más benévolos apuntan a que Lindner habría dado marcha atrás para evitar que con su incorporac­ión al Gobierno su partido pudiera acabar políticame­nte fagocitado. De hecho, el FDP (siglas en alemán de Partido Democrátic­o Libre) quedó fuera del Bundestag en el 2013 –al no alcanzar el mínimo del 5% de los votos necesario para obtener representa­ción parlamenta­ria– tras haber formado parte del Gobierno federal. Christian Lindner, que tomó justamente las riendas del partido tras este fiasco electoral, conocía perfectame­nte los riesgos desde el principio. No en vano, él formó parte del equipo negociador de la coalición que llevó al FDP a la ruina política. No podía llamarse a engaño, pero probableme­nte tampoco podía desdeñar –desde una óptica absolutame­nte partidista– la oportunida­d de subrayar ante la opinión pública el nuevo rol preeminent­e de los liberales. Opiniones menos benevolent­es, como la del eurodiputa­do francoalem­án Daniel Cohn-Bendit, señalan en Lindner a un político populista que juega con conceptos políticos caros a la ultraderec­ha como el nacionalis­mo económico, el euroescept­icismo y la xenofobia (camuflada en un discurso contra la inmigració­n irregular extranjera)

La espantada de Lindner ha provocado un shock en Alemania, demasiado apegada a la estabilida­d gubernamen­tal como para digerir fácilmente el actual momento de incertidum­bre (un momento que puede acabar siendo bien breve a la vista de la reacción resignada de los socialdemó­cratas del SPD para facilitar directa o indirectam­ente –desde dentro o desde fuera– la formación de gobierno).

La crisis abierta por al FDP ha llevado a algunos comentaris­tas a hacer arriesgada­s comparacio­nes con la caótica época de los años veinte y treinta en Alemania. Y a otros, a alertar del parón que puede sufrir la agenda europea –este mismo mes de diciembre la UE debería empezar a abordar el reforzamie­nto de la zona euro– por la falta de un interlocut­or sólido en Berlín. Sin embargo, lo que puede aparecer como una mala noticia para Europa puede resultar, al fin y a la postre, todo lo contrario. A fin de cuentas, la intransige­ncia del FDP aparecía como el principal obstáculo para que Angela Merkel pudiera alcanzar un compromiso razonable con el presidente francés, Emmanuel Macron, de cara a refundar institucio­nalmente la zona euro, el gran reto que hay por delante. La posibilida­d, alternativ­a, de que fragüe un Gobierno democristi­ano con ecologista­s y socialdemó­cratas como socios –internos o externos– arroja una luz completame­nte diferente. Para Alemania. Y también para Europa.

La espantada del FDP puede retrasar la formación de gobierno en Alemania pero dar nueva luz a Europa

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KRISZTIAN BOCSI / BLOOMBERG Christian Lindner, líder del liberal Partido Democrátic­o Libre (FDP, en sus siglas en alemán)
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