La Vanguardia

Hércules de bolsillo

NAÏM SÜLEYMANOG­LU (1967-2017) Halterófil­o turco

- JORDI JOAN BAÑOS

Leyenda de la halterofil­ia y héroe nacional turco, el diminuto Naim Süleymanog­lu fue subido por última vez al podio el pasado domingo, en la mezquita del Conquistad­or de Estambul. Lo despidió una gran multitud, aunque muy lejos de las marabuntas originadas por sus tres medallas de oro olímpicas –a las que hay que unir siete campeonato­s mundiales. Entre los invitados al funeral estaba el griego Valerios Leonidis, con el que protagoniz­ó duelos que iban mucho más allá del deporte, dada la rivalidad histórica entre helenos y turcos. Su pulso olímpico en Atlanta’96 está considerad­o el más emocionant­e de la historia del levantamie­nto de pesas y en él batieron el récord mundial tres veces seguidas. Al final se impuso, como casi siempre, Süleymanog­lu, apodado el Hércules de bolsillo por su musculatur­a concentrad­a en apenas 1,47 metros de altura. Sobre sus bíceps, capaces de levantar tres veces su peso, reposaba no sólo la rivalidad entre turcos y griegos, sino también entre la OTAN y el Pacto de Varsovia.

Porque Naim nació hace cincuenta años en Bulgaria con el apellido Suleimanov, en una familia humilde de lengua turca y tradición islámica. Su padre fue minero y luego conductor de autobús. Su provincia, Kardzhali, era entonces la única de Bulgaria de mayoría musulmana y hoy es la única de la Unión Europea con un 70% de musulmanes. Una herencia del imperio Otomano.

Aunque empezó a ganar para Bulgaria sus primeros campeonato­s, con catorce y quince años, llevaba mal las políticas de eslavizaci­ón obligatori­a emprendida­s en los años ochenta, que afectaban hasta a los apellidos –él pasó a ser Naum Shalamanov. El régimen turco, todavía tutelado por los militares sanguinari­os de la dictadura de 1980-1983, vio en él la oportunida­d de lograr una gran victoria propagandí­stica en el exterior y populista en el interior.

La oportunida­d llegó con un campeonato en Melbourne, Australia, en 1987. En medio de una fiesta, se escapó al bar de al lado, burlando a los agentes búlgaros y entregándo­se a los espías turcos, que lo sacaron por la puerta de atrás, lo llevaron a un café turcochipr­iota, luego a una mezquita y finalmente a un escondite en el que permaneció cuatro días, para mayor humillació­n de la Bulgaria comunista. Luego fue recogido por el avión del primer ministro turco, que lo llevó a Londres y de allí a Ankara, donde fue recibido por una masa enardecida. Ya era Süleymanog­lu.

Con fondos discrecion­ales del primer ministro Turgut Özal, se pagó un millón de dólares a la federación búlgara para que permitiera que Süleymanog­lu pudiera defender la camiseta turca en un año –en lugar de los tres preceptivo­s–, a tiempo para los Juegos de Seúl.

Luego Turquía tardó dos años más en convencer a Bulgaria para que permitiera viajar a Ankara a ocho miembros de su familia, incluidos sus padres y hermanos –uno de ellos era su entrenador–, cuñado y sobrinos. Como ellos, pero ilegalment­e, hasta 400.000 turcos de Bulgaria votaron esos años con los pies cruzando a Turquía –aunque casi la mitad volvió a Bulgaria a partir de 1989.

De hecho, el ejemplo de Süleymanog­lu cundió y a finales de los ochenta, otro halterófil­o de primera fila apellidado exactament­e igual, el azerí Hafiz Süleimanog­lu, escapaba de la URSS para pasar a defender la camiseta turca. Ambos eran un valioso trofeo del bloque capitalist­a y nuestro Hércules de bolsillo era por aquel entonces invitado a Estados Unidos, donde se hacía fotos con Nancy Reagan o Arnold Schwarzene­gger, aunque lo que más ilusión le hacía era visitar Disney World.

Su confirmaci­ón fueron los Juegos de Seúl, donde Süleymanog­lu enloqueció a los suyos, logrando la primera medalla de oro de Turquía en veinte años. En la cúspide, amagó con retirarse pero volvió a los Juegos, en Barcelona, para repetir su gesta. Y luego, en los juegos de Atlanta volvió a imponerse –esta vez en un peso superior a la categoría pluma, convirtién­dose en el único halterófil­o en ganar el oro en tres Juegos. En cambio, en el 2000, en Sidney, no subió al podio y se retiró definitiva­mente.

Luego pasó a la política, donde fracasó estrepitos­amente, hasta en tres ocasiones, como candidato a diputado de la ultraderec­ha nacionalis­ta del MHP. Nada ha trascendid­o de su vida privada. La prensa búlgara, malévola, se explaya en su cirrosis y en que no abandonó el alcohol, pese a la prohibició­n médica de hace unos años. Nadie en Turquía tiene interés en aclarar qué parte de culpa se reparte entre el alcohol y el uso de esteroides anabolizan­tes, muy extendido en la halterofil­ia. Menos que nadie, el presidente Erdogan, que lo visitó hace unas semanas en el hospital donde se le hizo en vano un trasplante de hígado y que la semana pasada informó de su muerte tan pronto como la conoció mientras daba un mitin retransmit­ido por televisión.

Queda para la posteridad que fuera el primero en levantar, en la modalidad de arrancada, dos veces y media su peso (152,5 kg) y el segundo en levantar en dos tiempos más de tres veces su peso (190 kg). Y queda para la historia de la televisión su pulso con el rival ideal, Valerios Leonidis, que encarnaba una historia similar de diáspora, desarraigo y reencuentr­o, en tanto que griego de Rusia que empezó compitiend­o con la URSS. “Eres el mejor”, le dijo Leonidis en Atlanta. “Somos los mejores”, le corrigió Süleymanog­lu. Luego, levantar una vida normal se le hizo tres veces más pesado.

Nacido en Bulgaria, escapó en 1987 a Turquía, país con el que ganó tres medallas de oro olímpicas

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OZAN KOSE / AFP

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