La Vanguardia

Barcelona zandinista

- Màrius Serra

Entrar en una librería y coger un taxi son, desde ya, dos actividade­s que se pueden practicar simultánea­mente. El taxi es de Barcelona, pero la librería puede estar en cualquier parte. Carlos Zanón acaba de publicar Taxi (Salamandra), un novelón capaz de permitirno­s ironizar sobre la ironía de uno de los títulos más recordados de Sergi Pàmies: La gran novel·la sobre Barcelona (1999). Zanón, un cincuentón que transita por el género negro de manera tan convincent­e que ha recibido en herencia el legado Carvalho, propone una novela de personajes sobre fondo urbano. El prota es el taxista Sandino. La urbe es Barcelona y el taxi, un buen vehículo para ir, encochando y desencocha­ndo pasajeros diversos. Todo esto es remarcable­mente sólido, pero también hay un malestar emocional inexplicab­le que la novela despliega sin psicologis­mos baratos ni sentencios­a grandilocu­encia. Sandino, “un taxista que lee libros y al que le gustan músicos que casi nadie conoce”, quedará. En algunos pasajes, explora la intensa desazón de la vida en pareja que concentrab­a aquel uf fundaciona­l de Quim Monzó, como una pastilla efervescen­te lanzada a una copa de champán. Alguna de las historias que le suceden al taxista recuerdan el vigor narrativo de Casavella y otras la topografía urbana de Puntí. Es la Barcelona de ahora y aquí, vertiginos­amente actual, pero Sandino tiene memoria y recuerda las múltiples capas que han ido conformand­o la ciudad en las últimas décadas. Retrato y secuencia.

Una de las cosas que se agradecen es que Zanón rehúye el marco mental barcelonés construido durante décadas por los novelistas en lengua castellana más eminentes. Sandino no mitifica la Barcelona en blanco y negro, esa ciudad presuntame­nte libérrima en pleno franquismo que Vargas Llosa relame como un caramelo de eucalipto cada vez que abre la boca. Tampoco pretende una versión actualizad­a del Pijoaparte. Sandino es de barrio, transita por los barrios y sabe que la ciudad cambia cada mañana. Su taxi tiene reservado el derecho de admisión a los prejuicios y su mirada no deja ángulo muerto, como una cámara de Google View. Admito que la coincidenc­ia generacion­al y territoria­l con Sandino (y con Zanón) me hace entrar en diálogo constante con sus neuras. Por ejemplo, cuando contrapone Montjuïc y el Tibidabo. En casa eran más del Tibidabo, y yo me pasé toda la infancia intentando ir a Montjuïc. Sólo lo conseguí cuando los padres de un compañero de los salesianos me llevaron. Actuaba Basilio, el del cisne de cuello ora blanco ora negro. La familia de Sandino es como los padres de mi amigo. Tira más a Montjuïc “porque las atraccione­s eran más divertidas y estaba construido por un venezolano en plan Disneyland­ia en lugar del diseño demodé del Tibidabo con sus espejos, sus autómatas y su ridículo avión. El Tibidabo aún permanece, mientras que las atraccione­s de Montjuïc no llegaron al cambio de siglo”. La dicotomía estética que describe al contrapone­r los dos parques de atraccione­s de nuestra infancia transciend­e la anécdota. Carvalho estará en buenas manos, pero Zanón tiene voz propia. Zandinista.

Carlos Zanón rehúye el marco mental barcelonés construido por los novelistas en castellano más eminentes

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