La ira de Al Sisi cae sobre los terroristas del Sinaí
La aviación egipcia asegura haber destruido el convoy
La aviación del presidente egipcio, Abdul Fatah al Sisi, destruyó anteanoche varios de los todoterrenos que horas antes habían desencadenado el peor atentado de la historia del país. Una tragedia cuya magnitud crece con las horas, puesto que el fiscal general reconocía ayer 305 muertos en la mezquita sufí de Rauda, en la localidad de Bir al Abed, al norte del Sinaí. Entre ellos habría 27 niños, porque el rezo del viernes al mediodía es el más familiar de la semana. Se trataba además del templo más concurrido, que a esa hora acogía entre 500 y 600 fieles, casi una cuarta parte del pueblo.
Tras el trauma y el caos inicial, empieza a surgir un relato coherente de la barbarie. Aunque su autoría aún no ha sido reivindicada, algunos testigos aseguran que los terroristas, que gritaban que “Dios es el más grande”, portaban además una bandera negra con un lema usado habitualmente por el Estado Islámico (EI). El yihadismo del Sinaí juró lealtad al califato de pacotilla de Abu Bakr al Bagdadi en el año 2014.
El hecho de que el terrorismo local dé sus peores zarpazos coincidiendo con el ocaso del califato –a pesar de la potencia del ejército de Egipto y de su régimen policiaco– da cuenta de la singularidad de esta zona de población beduina. Ni esta supervivencia ni el mismo atentado pueden explicarse al margen de la maraña de lealtades e intereses tribales, mafiosos y yihadistas, con sus respectivos interlocutores al otro lado de los túneles que conducen a Gaza.
Como no podía ser de otro modo, la primera víctima política de la carnicería –por lo menos, de modo temporal– ha sido el acuerdo suscrito en octubre en El Cairo por Hamas y Fatah, según el cual la frontera entre Egipto y Gaza se reabría y su control pasaba a manos de la Autoridad Nacional Palestina, con supervisión europea. Así fue brevemente a partir del 2005, cuando Israel se retiró de Gaza, pero la subida al poder de Hamas en la franja enterró aquella fórmula y desenterró los túneles, con los que muchos beduinos –un pueblo armado– han realizado pingües beneficios. Dicha frontera ayer permanecía cerrada, sepultando las promesas.
La reconstrucción de la matanza del viernes aporta nuevos datos. Nuevos testigos confirman que el comando yihadista llegó en cinco vehículos todoterreno y que en cada uno de ellos viajaban unos cinco terroristas. Varios llevaban pasamontañas, lo que indica que o bien son conocidos en la zona o sus rasgos delatarían que son extranjeros, algo habitual en el EI.
El atentado de ayer, aunque coherente con el desprecio por los civiles del EI, no cuadra con el historial yihadista de la zona, por tratarse de una mezquita aunque fuera de sufíes, luego herejes a ojos del rigorismo propagado por las monarquías del Golfo.
El relato de los supervivientes –hubo 128 heridos– habla del lanzamiento inicial de granadas, que provocó una estampida, momento en el que empezó una ensalada de tiros con armas automáticas –procedentes a menudo del marasmo libio– no sólo desde dentro de la mezquita, sino también desde el umbral de la puerta y de las doce ventanas.
Mientras unos iban segando vidas, otros iban rematando, durante unos larguísimos veinte o treinta minutos, antes de darse a la fuga y dedicar las últimas ráfagas a las primeras ambulancias. Aunque el Sinaí está en estado de excepción desde hace más de tres años, no llegó a producirse un enfrentamiento con los contingentes militares que peinan la escarpada y desértica península.
Se confirma también que la mezquita era frecuentada por una tribu beduina colaboradora del ejército. Otras no lo son. Y muchas de ellas viven –y mueren– del contrabando.
La suspensión de la reapertura de la frontera entre Egipto y Gaza, primer daño colateral del atentado