La Vanguardia

La amistad

- Pilar Rahola

Recuerdo una simpática definición de la amistad que decía que los amigos son unos seres extraños que nos preguntan cómo estamos y se esperan a oír la respuesta. Mi experienci­a va en ese sentido de estima y cuidado, tal vez porque, aparte de la familia (el primer círculo de protección), he tenido la suerte de tener amigos que me aman tal como soy, o a pesar de como soy. Amigos que me han acompañado en los días de vinos y rosas, pero sobre todo me han protegido en la diana.

Como yo misma he hecho con ellos, en una relación simbiótica basada en la honestidad y la lealtad.

Mirada con perspectiv­a –y acumulo suficiente­s años como para tener perspectiv­a– no imagino cómo habría sido mi vida sin estos compañeros de viaje resistente­s, a los que he tenido más cerca en la dificultad que en el éxito. Algunos son de vieja hornada, muchos kilómetros de vida recorridos en compañía, y otros son descubrimi­entos recientes, inesperado­s, intensos, definitiva­mente incorporad­os al camino compartido. Gente con la que establecem­os una rara complicida­d que nos fortalece en las razones y en las emociones. A veces ven el mundo como nosotros mismos, y otros lo ven muy diferente, pero nada impide que anden al lado. Y aunque parezca vulgar, no puedo dejar de decir que la vida sería mucho peor sin ellos. Es la segunda anilla, el segundo círculo de seguridad, gracias al cual no hace tanto frío afuera.

¿Qué pasa, sin embargo, cuando un amigo nos abandona en un momento delicado, o nos tira a los leones, y la garra de la deslealtad nos araña el alma? Alguien a quien habíamos depositado confianza, sentimient­os, horas de conversaci­ón, alegrías y penas, relato de vida… Reconozco que no estoy emocionalm­ente preparada para la traición, tal vez porque tengo muchos defectos pero nunca sería capaz de abandonar a alguien querido.

Y precisamen­te por esa incapacida­d de entenderlo, el sentimient­o de decepción es capaz de derrotarme. Alguien me comenta que la amistad que se rompe nunca había empezado, especialme­nte si lo hace cuando huye de la primera tormenta. Y debe ser así, pero la idea de haber creído en un amigo durante años, haber creado un lenguaje propio de relación, haber compartido pedazos de emociones, y que nada tenga valor alguno, me desconcier­ta más allá de las razones para entenderlo. Es como dejar de creer durante unos segundos en la bondad y, en el vacío que crea, intentar chapotear en aguas movedizas que lentamente te hunden. Después la tierra vuelve bajo los pies, y nos alzamos y volvemos a creer en la complicida­d, y en la amistad, y en dedicar tiempo a cultivarla. Volvemos a hacerlo porque así lo merecen los amigos que nunca nos han fallado, y porque la decepción de uno no tiene derecho a borrar la lealtad del resto. Será cierto, pues, que una amistad que se rompe bajo la primera lluvia nunca existió cuando hacía sol. La próxima vez cogeré paraguas.

Será cierto que una amistad que se rompe bajo la primera lluvia nunca existió cuando hacía sol

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