El piso de los dragones
Fue amor a primera vista. Son las casas, las que nos eligen. Las que deciden: tú podrás habitarme, voy a acogerte, a protegerte. Y entonces os cuidáis mutuamente, como en una relación sentimental. Me enseñaron a no endeudarme, no hay peor trampa que una hipoteca. Así, he ido de alquiler en alquiler como de pareja en pareja, el tiempo preciso, sin llegar a molestarnos. He vivido en nueve pisos distintos de Barcelona. Año y medio en el mercado de la Llibertat, seis en Martí Molins, dos en la calle Vic. El de Sagrada Família tenía una caja fuerte cuya contraseña nunca logré descifrar. El de la Sagrera, una trampilla con duendes. El de Villarroel-París se asomaba a un burdel. Todos guardaban secretos y fantasmas, y me gustaba descubrirlos como se descubren los cuerpos. Sin compromiso, porque la ciudad está llena de hogares extraordinarios.
Hasta que entré aquí por primera vez. Es la luz. Es saberlo. Es magia, aunque suene cursi, y poder permitírtelo, aunque suene cruel. La nueva ley del alquiler es como enrollarte con un casado padre de familia. Sabes que no debes perder la cabeza, ni hacerte ilusiones. Sólo tres años y si el propietario
La nueva ley del alquiler es como enrollarte con un casado padre de familia; no debes perder la cabeza
quiere, si no le tienta el negocio, otro de prórroga. Luego, el abismo. “Tienes que comprar”, dicen mis amigos, “los precios están desorbitados, te lo van a subir a saco, no tires el dinero, no tendremos jubilación, como mínimo podrás caerte muerta en algún sitio, imagínate de vieja y siendo free-lance, necesitas algo que sea tuyo, un seguro”.
Consulto webs inmobiliarias que son como aplicaciones de contactos. Descarto a la mayoría, me atrevo con alguno. Quedamos. Bueno, no está mal, pero necesitaría una segunda cita. “No hay tiempo, decídete, ya tiene muchos pretendientes, ahora vendrá un inversor y pagará al contado, ¿cuánto adelantarías en negro?”. Nefasta fórmula para ligar, y me la repiten sin parar. ¿Cómo voy a casarme con alguien así? Es una decisión vital, y no puedo precipitarme. Narcisistas convencidos de que valen más de lo que cuestan, viejos cochambrosos que apestan humedad, enfermos de aluminosis con vistas alucinantes (que se perderán bajo la ruina), guapísimos tramposos que te sacarán tres mil euros de la paga y señal, y desaparecerán cual fuck&run.
Aunque, tal vez, el problema sea otro. Desde que lo vi, estoy enamorada del piso de los dragones. Su decoración es kitsch, de principios del siglo XX, con motivos medievales: ventanas moriscas, mosaicos, dragones de Sant Jordi que me convierten en una Khaleesi de barrio. Siento que le pertenezco, pero él pertenece a otro. Busco opciones más convenientes, nada convincentes. Y al volver de esas visitas, derrotada, entiendo que estoy harta de aventuras. Porque cuando ocurre, por fin, lo sabes. Es la luz, es el espacio, una coincidencia improbable –y a la vez inevitable– en la ciudad que creías conocer. Estás en casa.