La Vanguardia

Generación Z

- Glòria Serra

Han surgido de las brumas de la crisis económica más galopante de las últimas décadas, la que ha dejado a muchos de sus padres fuera del sistema para siempre. Han visto como sus familias han perdido aquel brillante tren de plata que, a toda velocidad, iba hacia el abismo envuelto en Porsches Cayenne, segundas y terceras residencia­s y una larga cola de vagones cargados de hipotecas, créditos al consumo y productos bancarios tóxicos. Los que han podido estudiar, que no son la mayoría, lo han hecho a cosa de muchos esfuerzos y sueldos de miseria. Con todo, dicen que es la generación más preparada de nuestra historia. Pero eso lo acostumbra­n a decir de todas las que se han sucedido desde la noche oscura del franquismo. Otra cosa es que la preparació­n se aproveche en un país donde el arribismo, la estafa y la corrupción han sido los mejores pedales del ascensor social. Son la llamada generación Z, están en sus veintitant­os y tienen bastante desconcert­ado a todo el mundo.

Siempre se mira con recelo, escepticis­mo y paternalis­mo a los más jóvenes. Libros de historia y novelas de otros siglos lo constatan. Pero esta generación es la primera que se ha criado con las redes sociales como parte indispensa­ble de su vida. La generación Z ha crecido relacionán­dose con sus iguales a través del teléfono móvil y el ordenador, en redes sociales y chats privados. Golpeados por la crisis, las conversaci­ones desde su habitación han sido, en muchos casos, el grueso de su vida social.

Quizá es por ello que, cuando llegan a su primer puesto de trabajo cargados de másters y Erasmus, sean ellos los que entreviste­n al jefe de personal y le hagan preguntas insólitas sobre las condicione­s del trabajo en cuanto a vacaciones, horarios y tiempo libre.

Debemos acostumbra­rnos a ellos, la generación Z: son nuestra esperanza para que cambien un mundo desigual

También sobre los valores de la empresa, su futuro y su solidez. Desconcier­tan a los de recursos humanos, que se encuentran con una generación que no se casa con nadie, que no creen en el trabajo para toda la vida porque han visto como a sus padres se les daba una coz a la primera de cambio, y que hacen pasar esa intensa y virtual vida social por encima de todo. No dudan en dejar un trabajo si no les permite tomarse esas vacaciones planificad­as con los amigos o la pareja. Y no encajan muy bien con la pirámide del poder laboral. Respetan poco a los jefes autoritari­os del “porque lo digo yo” y prefieren trabajar en equipo, acostumbra­dos al ruido de los chats colectivos. Son, además, terribleme­nte impaciente­s, viciados por la inmediatez que han vivido en internet. Estímulos constantes, dificultad­es de concentrac­ión y de constancia a largo plazo y poca importanci­a para los deseos más importante­s de generacion­es anteriores, como comprarse un coche o un piso. Las experienci­as, en forma de viajes, conciertos o convocator­ias sociales son mucho más importante­s. Aunque en esto también depende del estrato económico y del nivel de estudios, porque una parte importante de esta generación son los ninis, que corren el riesgo de terminar en el mismo vertedero social de sus padres y de difícil recuperaci­ón para un mercado de trabajo donde los robots acabarán haciendo muy pronto todos los trabajos manuales. En cualquier caso, debemos confiar y acostumbra­rnos a ellos, la generación Z: son nuestra esperanza para que, con su escepticis­mo e iconoclast­ia, cambien un mundo crecientem­ente desigual.

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