La dignidad de los pobres
La pobreza está en todas partes; a veces salta a la vista, otras veces no. Enseñar a detectar las estrecheces económicas en que viven tantas personas, en nuestras proximidades o en otros países, y transmitir la obligación humana de actuar en consecuencia para remediarlas o como mínimo aliviarlas, son tareas que deben formar parte de la educación más esencial, en la escuela, en la sociedad, en el hogar. Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, ha acuñado el término aporofobia (rechazo al pobre), una actitud humana por la que, como seres sociales que somos, gregarios obligados a cooperar para sobrevivir, tendemos a no ver ventajas en el trato con la gente pobre, porque no puede ofrecernos nada tangible, y el trueque nos resultaría demasiado desigual. La catedrática Cortina insiste en que la educación y la voluntad social son claves para atajar esa pulsión negativa; y conseguir que las personas pobres reciban apoyo para superar su situación, sin merma de su dignidad.
El pasado domingo en Roma, el papa Francisco invitó a 1.500 personas necesitadas a una comida en el aula Pablo VI, el edificio que alberga las audiencias generales de los miércoles. Otros 2.500 invitados se repartieron en refectorios de varias dependencias pontificias, después de haber asistido todos juntos a una misa papal en la basílica de San Pedro.
En esa misa, Francisco alertó a los cristianos contra la indiferencia, que definió como “mirar hacia otro lado cuando un hermano está necesitado, cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta, indignarse ante el mal, pero no hacer nada”. Y, sobre todo, Francisco subrayó el problema esencial al que Adela Cortina ha puesto nombre científico, esa percepción de que los pobres estorban, y lo envolvió en el mensaje evangélico del deber de asistencia que tienen los cristianos. “Si a los ojos del mundo ellos (los pobres) tienen poco valor, son ellos quienes nos abren el camino al cielo; son nuestro ‘pasaporte al paraíso’”, dijo en su homilía.
Las crónicas llegadas desde Roma describen a un Papa disfrutando mucho de la compañía en el almuerzo. Los ágapes se organizaron, con el concurso de entidades sociales católicas, para celebrar por primera vez la Jornada Mundial de los Pobres, instituida por Francisco al concluir el Jubileo de la Misericordia en el 2016, y que se celebrará siempre en el penúltimo domingo del año litúrgico, es decir, dos semanas antes del inicio del Adviento. Esta jornada anual busca llamar la atención de los fieles para que ayuden a las personas en situación desfavorecida.
Llamar la atención es una forma más de educar a la sociedad cuando se muestra renuente.
La sociedad relega a las personas sin recursos económicos, que a ojos del mundo tienen “poco valor”, denuncia el Papa. Remediar la pobreza es un deber evangélico
La Iglesia católica dedica grandes energías a la doble tarea de combatir la pobreza y educar en los valores, un empeño que en buena lógica comparten todas las tradiciones religiosas del mundo. Dentro del cristianismo, si los católicos cuentan con el animoso motor de las Cáritas diocesanas y parroquiales, en el ámbito protestante es la Diaconía el gran brazo de la acción caritativa. Y está también la labor de movimientos cristianos de base y de órdenes religiosas en el mundo.
Hoy mismo Cáritas llama a celebrar el día de las Personas Sin Hogar, una jornada que cumple 25 años. Según sus datos, en España unas 40.000 personas están sin hogar (viven en la calle o sin vivienda, alojados o asistidos en distintos centros), cifra que se eleva al incluir a quienes residen en una vivienda insegura (3,6 millones ) o inadecuada (5 millones).
Se observa pues que las tareas contra la pobreza son ingentes, pero no hay que achantarse. En la línea de mostrar “el verdadero rostro de la Iglesia en su constante preocupación por el ser humano”, se celebró en Madrid el pasado fin de semana el XIX Congreso Católicos y Vida Pública, organizado por el CEU y la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP), que se consagró a la acción social de la Iglesia como altavoz de los “descartados” y de las “periferias existenciales”. Gracias a las redes sociales, era posible atisbar el congreso desde la distancia, y conocer realidades como la pugna de un joven abogado ugandés, Victor Ochen, por fomentar la paz en su país a través de la juventud; las incubadoras de bajo coste para países en desarrollo, una iniciativa promovida por la Universidad CEU San Pablo; o la labor de las adoratrices con las prostitutas.
Los cristianos implicados en esfuerzos para atajar la miseria se sienten a veces interpelados por un dilema interno entre fe y acción, y temen que la urgencia por organizar la ayuda y por ser eficaces opaque el impulso evangélico que mueve sus pasos. Es una inquietud comprensible, sobre la que vale la pena meditar, pero que no debe paralizar voluntades. Si la pobreza está en todas partes, también la acción social debe estar en todas partes.