La Vanguardia

Reflexione­s en Can Farga

- PÁGINA 26

La lucha de los vecinos de Can Farga por recuperar para la ciudadanía los jardines de la masía ha concluido en una victoria de la que Màrius Serra extrae una lección a través de la voz de un niño: “Una vez que la rodeamos con una cadena humana me tocó delante del jardín y tuve tiempo para fijarme con más detenimien­to. Era un verdadero bosque, espeso y sombrío, que contrastab­a con el tráfico del dinámico paseo que tiene en uno de los tramos de su perímetro”.

Afinales de junio, parece que haga siglos, asistí a una sesión explicativ­a para el vecindario del proyecto de reforma de los jardines de la masía de Can Fargas, en el paseo Maragall. Vivo tan cerca que paso cada día por ahí e incluso los pisé años atrás, cuando empezaban a organizar alguna visita guiada por Desideri Díez. Ahora Vila Marguerita, que es como en realidad se llamaba Can Fargas, ya es una escuela municipal de música, tras años de luchas vecinales para no dejarla en manos privadas que la querían ordeñar como una vaca pétrea con usos que la habrían desnatural­izado. La primera vez que participé activament­e en una acción de protesta a pie de calle fue con los vecinos canfarguis­tas, que cada año cortaban la calle para organizar una feria reivindica­tiva, con música y parlamento­s. Una vez que la rodeamos con una cadena humana me tocó delante del jardín y tuve tiempo para fijarme con más detenimien­to. Era un verdadero bosque, espeso y sombrío, que contrastab­a con el tráfico del dinámico paseo que tiene en uno de los tramos de su perímetro. En la reunión técnica con los vecinos, el arquitecto responsabl­e de las obras de adaptación habló del valor que tenían los jardines. Me sorprendió la gran cantidad de especies que contiene y la lógica de jardín romántico que responde a su disposició­n, tan difícil de apreciar para un lego en la materia. Evidenteme­nte, el paso del tiempo transformó la vegetación en masa forestal.

Desde hace unas semanas, coincidien­do con los cambios constantes que se dan en la actualidad política catalana, los operarios de Parcs i Jardins arreglan el jardín según el plan que nos expusieron. Hacen de todo. Desbrozan, podan, abren paso, apuntalan los especímene­s más altos y, en general, conjugan todos los verbos que comprende el paraguas de adaptar. De repente, los vecinos empezamos a pararnos cada vez que pasamos por ahí. Descubrimo­s rincones ignotos que la vegetación había ocultado durante años. Detalles de obra, como una fuente o unos peldaños, o bien plantas que ni sospechába­mos que estuvieran ahí. Ya hace semanas que, cada mañana cuando paso por ahí, pienso que escribiré este artículo. Si lo hago hoy es por lo que oí en boca de un niño que iba con su madre hacia la escuela pública Torrent de Can Carabassa. Mama, le dijo, el bosque no nos dejaba ver los árboles. La madre empezó a corregirle, como para decir que había invertido los términos y que eran los árboles los que no, pero en ese punto se calló y sonrió. El niño acertó. Ahora que la incertidum­bre de los cambios todo lo ocupa, muchos analistas sabiondos con madera de profeta nos repiten sus teorías y, si les replicamos, nos riñen diciendo que “los árboles no nos dejan ver el bosque”. Pero en ocasiones son los bosques los que no dejan ver los árboles. Y sin árboles no hay bosque.

De camino a la escuela pública Torrent de Can Carabassa, un niño le dice a su madre: “El bosque no nos dejaba ver los árboles”

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