La Vanguardia

Otoño portugués

- G. MAGALHÃES,

La situación de Portugal es, en este momento, ambivalent­e. Como si el país tuviera una doble personalid­ad. Empecemos por el Doctor Jekyll de este teatro: Oporto y, sobre todo, Lisboa se han transforma­do en potentísim­as aspiradora­s de dinero global. Se trata de una lotería geográfica que a veces nos toca: situados en el rincón del sudoeste de Europa y con las tormentas que vienen del levante, islámicas, migratoria­s o políticas, transmitim­os una amena sensación de seguridad. Por ello, el oro y la plata de la globalizac­ión han decidido invertir masivament­e en los inmuebles del casco histórico de las dos grandes ciudades portuguesa­s: el dinero llueve, buscando una rentabilid­ad superior a la que dan los bancos.

Pero también está el Mr.

Hyde del país: el cambio climático ha subrayado dramáticam­ente la diferencia entre el interior y el litoral. Una vieja división que se está ahondando hasta transforma­rse en un abismo. Hay, pues, un segundo Portugal herido por los incendios y que, en este momento, empieza a no tener agua. El cielo azul, inclemente, se ha transforma­do en un susto cotidiano. Esta es otra nación, donde la gente siente en riesgo lo más esencial de la vida: disfrutar de agua potable y que nuestra casa sea segura. La globalizac­ión se proyecta en Portugal planteando el siguiente mapa: dos grandes ciudades flotando en el aire de los vuelos low cost, alguna zona turística boyante, como el Algarve, y después un inmenso desierto.

Mientras tanto, Costa ya no es el mago Merlín de la política portuguesa: la varita se le ha quemado en las llamas de este último verano. Hay que reconocer que se trata de un buen negociador y un gran gestor de su propia imagen, pero su horizonte no va más allá de conservar lo que hay. En el fondo, como Rajoy. De hecho, “lo que hay” en Portugal es la memoria de una revolución originalme­nte de izquierdas, y para mantener eso está bien un gobierno socialista, y “lo que hay” en España es el recuerdo de una transición democrátic­a tutelada, y para guardar este marco inicial sirve un gobierno de derechas.

Durante años, Rajoy no se involucró a fondo para prevenir la confusión presente del conflicto catalán. Costa tampoco se movió con firmeza ante el terrible incendio de junio en Pedrógão Grande. Cuando a mediados de octubre gran parte del país estaba en llamas (más de 500 incendios en un solo día), sus declaracio­nes fueron sorprenden­tes: según él, durante esos cuatro meses se había formado una comisión de especialis­tas cuyo informe había llegado unos días antes y cuyas recomendac­iones ahora habría que aplicar. Ese era su compromiso: aplicar las orientacio­nes de los peritos. Mientras tanto, murieron más de 40 personas. Pero todo se había hecho según los reglamento­s. Costa y Rajoy no son propiament­e estadistas; parecen, más bien, jefes de negociado: de hecho, al primero le gusta más la acrobacia negocial que permite la letra pequeña, y al segundo la rigidez marmórea de las normas principale­s.

Sintiendo el desgaste de Costa y amenazado por los malos resultados de las últimas elecciones municipale­s, el PSD, partido de centrodere­cha, se ha movido: ya no lo liderará Passos Coelho, alguien que Portugal asociará siempre a la austeridad. Se perfilan dos nuevos líderes en lucha: Santana Lopes, un viejo jugador de póquer de la política portuguesa, y Rui Rio, antiguo alcalde de Oporto, que realmente podría representa­r una novedad. El PP, mientras tanto, sigue presidido por una mujer, Assunção Cristas, con buena imagen pública. No obstante, tal como en España, la construcci­ón de un futuro viable pasa por la capacidad de construir pactos muy amplios que, aunque indispensa­bles, resultan difíciles de alcanzar.

En realidad, los problemas estructura­les son enormes: el país se hunde demográfic­amente; el estado de la justicia, de la salud, de la educación es muy problemáti­co. Y, en este marco difícil, el presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa, se ha transforma­do en algo así como un bombero espiritual. Un repartidor de afectos, en un país sufrido. Esta figura presidenci­al es uno de los mayores aciertos de la Constituci­ón de 1976: elegido en las urnas, el más alto magistrado de la nación, que conserva poderes importante­s, tiene la posibilida­d de aglutinar a la ciudadanía.

Mientras tanto, el panorama internacio­nal no entusiasma: el éxito económico chino funciona como una constante moción de censura a las democracia­s occidental­es, del mismo modo que la riqueza de Occidente erosionaba al régimen soviético. Se está poniendo de moda un autoritari­smo suave. El planeta tiembla ante cambios climáticos imprevisib­les. Los medios tecnológic­os, además, generan una falta de perspectiv­a alucinante: en la pantalla del móvil no caben la memoria histórica ni la lucidez humilde que da la verdadera cultura. En este tiempo, uno siente que su deber consiste en mantener encendida la vela de un libre humanismo que, a pesar de todos estos vendavales, podrá alumbrar un futuro mejor.

Al primer ministro António Costa la varita mágica se le ha quemado en las llamas de este último verano

La construcci­ón de un futuro viable pasa por poder construir pactos muy amplios que resultan difíciles de alcanzar

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