Corazones rotos
Autor: Anton Chéjov
Dirección, adaptación: Àlex Rigola
Intérpretes: Luis Bermejo, Gonzalo Cunill, Irene Escolar, Ariadna Gil
Lugar y fecha: Teatre de Salt, Temporada Alta (19/XI/2017)
La verdad en el escenario es una quimera; no tanto la persecución de ese anhelo imposible. Àlex Rigola lleva algún tiempo tras esa idea. Con Who is me. Pasolini imaginó el espacio (una caja de madera clara y neutra) para crear un lugar de encuentro y diálogo entre intérprete y espectador. Un refugio, como las cabañas de la infancia. Una caverna platoniana para invocar a las sombras. Arquitectura ascética para imponer el espacio vacío de Peter Brook. Con Ivànov empujó a actrices y actores a romper la barrera con el personaje. Al escenario salían con sus nombres y su ropa.
Con Vania avanza en esa metodología del desprendimiento –en el concepto del espacio escénico y la eliminación de los dramatis personae– y ahonda en la esencialidad del texto. De entrada, podría parecer una dramaturgia alineada con trabajos de Oriol Tarrasón y Daniel Veronese. Hay elementos que podrían alimentar la idea de que parten de premisas similares. Pero una vez que el espectador se halla inmerso en la desnudez de los sentimientos de Luis Bermejo (Vania), Gonzalo Cunill (Ástrov), Irene Escolar (Sonia) y Ariadna Gil (Elena) se hace evidente la singularidad del camino emprendido.
Porque hay algo muy perturbador cuando Irene pregunta a Ariadna sin alzar la voz –y se lo pregunta a Ariadna y no a Elena– si es feliz, y Ariadna, con el rostro conquistado por la emoción, se toma su tiempo para responder y luego le lanza la misma pregunta a Irene. En ese momento, el espectador comienza a cuestionarse cuál es su papel en este nuevo contrato sobre la convención teatral. Se entra en terreno desconocido. Cada palabra del texto de Chéjov adquiere un nuevo valor. Quizás el significado no se aleje de otro montaje más convencional, pero se pierde la distancia protectora y se alza poderosa la conmoción de haber accedido al santuario de la intimidad de la persona tras el intérprete.
Esa percepción se ve subrayada por una adaptación del texto concentrada en la infelicidad de un cuarteto de amores no correspondidos, perfectos huéspedes del Heartbreak Hotel (la compañía de Rigola). Todo lo demás es prescindible, incluido algún personaje que podría aspirar a protagonista, como el profesor, en esta caja escenario reducido a una caricatura de un dibujo de Hergé. Los cuatro son de una sinceridad desarmante, pero Escolar es de una delicadeza conmovedora. No se puede expresar más con menos, no se puede ser mejor en la lectura del director.