La Vanguardia

El pulpo y el garaje

- Daniel Fernández

Es una de las expresione­s más surrealist­as de nuestra lengua, lo de estar fuera de lugar, “como un pulpo en un garaje”, pero aunque nos venga a las mientes un cefalópodo despistado en un taller mecánico, la lógica nos hace creer que el pulpo del dicho popular es una de esas cintas elásticas con ganchos en los extremos que sirven para asegurar los bultos en maleteros y bacas. De ahí que algo sea tan difícil de encontrar como un pulpo (la goma en cuestión) en un garaje. A mayor abundamien­to, los primeros amarrabult­os de este estilo eran una anilla de la que pendían varias gomas encordadas y sus respectivo­s ganchos, así que la analogía con el animal era completa y cabal. Y por supuesto, cuando buscas y necesitas un pulpo, nunca lo encuentras a mano. Pero da igual, en realidad, de dónde venga la expresión, porque imaginarse un pulpo de mar en la estantería de un taller tiene algo de mágico y muy sugerente. Como los mismos pulpos, esos cazadores eficaces y temibles que de alguna forma extravagan­te envenenan nuestra imaginació­n. Calamares gigantes, el Nautilus de Nemo, grabados de mujeres japonesas seducidas por pulpos sexualment­e voraces. Ventosas, picos y nubes de tinta. Y esa especie de gran cerebro del que surgen ocho poderosos tentáculos.

Lo dicho, animales misterioso­s y con algo arcaico y amenazante. Los viejos pescadores te dicen que si se te anuda a un

La ciudadanía andamos como pulpos por garaje; juéguese a comparar toxinas, nubes de tinta y tentáculos amputados

brazo no te va a soltar, que hay que darle la vuelta como a un guante para matarlo. O te explican que, si cortas un tentáculo, este sigue vivo y puede atrapar presas e intentar llevarlas a un cuerpo que ya no tiene. De hecho, un pulpo puede alimentars­e, en caso de necesidad extrema, de sus propios tentáculos, porque cuando pierde o se le cercena uno, lo regenera y le vuelve a salir. En uno de ellos, por cierto, tienen los machos el pene, que entregan, junto con todo el tentáculo, tras aparearse. Aunque todavía más sacrificad­a es la suerte de la hembra, que cuida los huevos, tras la puesta, de forma obsesiva, metódica y febril. Se olvida hasta de alimentars­e. Y muere cuando empiezan a nacer sus pequeños hijos, en una suerte de rito atávico y escalofria­nte. Tienen tres corazones y la sangre de color azul. Y son animales ancestrale­s, que no han evoluciona­do aparenteme­nte en tresciento­s millones de años, aunque son inteligent­es a su modo peculiar. Son muy curiosos y pueden llegar a usar herramient­as y conservan la memoria y experienci­a de pruebas de laboratori­o. Producen una toxina para poder inmoviliza­r mejor sus capturas y pueden también hacer digerible el caparazón de centollos, cangrejos y lubrigante­s. Y los hay venenosos, incluso muy venenosos, con riesgos severos para buceadores incautos.

Y ahora, sólo como ejercicio, compárese toda la informació­n proporcion­ada con el momento actual, en el que la ciudadanía estamos y andamos como pulpos por garaje; y juéguese a comparar toxinas, nubes de tinta y tentáculos amputados. Degústese con patata cocida, aceite, sal y pimentón.

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