Error humano, indignación inhumana
La fotografía de la firma del contrato de Messi ha tenido el efecto de zanjar las especulaciones sobre la continuidad del jugador, pero también ha disparado dudas retrospectivas: “¿Por qué ha tardado tanto?”. Nunca estamos contentos ni renunciamos al placer de alimentar las suspicacias. Incluso he hablado con culés que dicen que los 700 millones de cláusula son una locura porque así nunca podremos venderlo (?). Mientras tanto, Messi juega, dirige la mejor primera parte de la era Valverde e incluso marca goles que le anulan para que podamos indignarnos como hacía tiempo que no nos indignábamos. Ya podemos fotografiarlo y filmarlo en diagonal, con un dron o desde la estación espacial: era gol. Y el primero que lo sabe es el portero del Valencia, que tardará en olvidar su control defectuoso y, a continuación, el gol injustamente anulado que debería haberse convertido en justo castigo de un gesto incompetente. Y lo sabe el público, que fue coherente con su historia.
Tentación comprensible: añadir los apellidos Iglesias Villanueva a una lista negra arbitral que resume perfectamente la diferencia entre admitir que los errores son humanos y constatar que la indignación puede ser inhumana y dar la razón a Ricard Torquemada cuando, al final de la primera parte, comentó: “No puedo decir que nos ha faltado gol porque ha habido un gol”.
La musculatura de la indignación se activa, igual que la capacidad de recuperar agravios comparativos y recordar cómo puntos perdidos a causa de errores arbitrales similares al de ayer nos costaron alguna Liga reciente. Aplicada a la militancia futbolística, no es que la memoria sea selectiva: es tendenciosamente visceral. Empieza la segunda parte y València sigue siendo una plaza incómoda para el barcelonismo. Los precedentes de hostilidad han dejado cicatrices difíciles de olvidar, y ayer, antes del partido, miles de aficionados corearon el tristemente tradicional “¡Puta Barça, puta Catalunya!”.
Ahora que tanto se apela a la empatía, una buena manera de relativizar lo que muchos culés sienten por el valencianismo es leer La balada del Bar Torino, de Rafa Lahuerta Yúfera. Como todos los grandes libros sobre fútbol, este también habla de sentimientos y utiliza la memoria autobiográfica como bisturí. Lahuerta sabe de lo que habla: admite excesos ultras de juventud y conoce la paleta emocional de un estadio difícil. Eso le permite recurrir a tópicos que chirriarían en manos apócrifas. Espíritu de mascletá y aciertos definitorios como: “El Valencia es mundano, contradictorio y neurótico, eco feroz de clases medias por ilustrar”. Y también explica los vaivenes entre la época de un Valencia humilde, discreto, sacrificado y honesto y los tiempos actuales, dominados por “las noticias al instante, los representantes sanguijuelas, los medios de comunicación chantajistas enfrentados por sus audiencias y las masas amorfas anestesiadas por el veneno de la ilusión y con serias dificultadas para comprender lo que es la militancia a coste cero”.
Lahuerta habla de un club optimista, presumido, vitalista, mediterráneo, deliberadamente inmaduro y con una tragicómica propensión al sainete. Futbolísticamente, en cambio, la memoria es menos dramática y nos obliga a recordar la elegancia de Salif Keita, el empuje de los Claramunt, el turbo de Kempes, la eficacia de Piojo López (tan letal que cuando Cruyff organizó su homenaje pensó en seleccionarlo, aunque acababa de marcarnos una carretilla de goles) o a desear que Jordi Alba vuelva a desmentir la sensación de que los jugadores que hemos fichado del Valencia no han acabado de triunfar.
Una de las características de los partidos contra el Valencia es que, cuando el rival ataca, sus delanteros parecen más peligrosos, rápidos y agresivos que los de otros equipos. Y aunque, con fatalismo preventivo, ya hemos cuestionado la titularidad de Thomas Vermaelen, la segunda parte define un paisaje menos prometedor. Igual que en Turín, Busquets se exhibe pero no logra evitar que la sombra del gol escandalosamente anulado nos crezca en el estómago como una amenaza de insomnio o indigestión. Las sensaciones se encadenan: Guedes asusta y, precisamente por eso, ya pensamos secretamente en comprarlo hasta que nos enteramos de que es del PSG. El Barça se descentra y sufre hasta que, ay, llega el gol. Del Valencia. De Rodrigo. Justamente no anulado. Pero el Barça reacciona, y El Hombre Que Tardaba en Firmar Los Contratos inventa un pase de gol que, con espíritu de Mestalla, Jordi Alba convierte en el gol del empate. Injusto, que conste en acta.
En Mestalla los precedentes de hostilidad han dejado cicatrices difíciles de olvidar
¿Por qué los delanteros del Valencia parecen más peligrosos que los de otros equipos?