La Vanguardia

No resucitar

- Pilar Rahola

Los dilemas referidos a la muerte son siempre desconcert­antes, no en vano hablamos del misterio más inquietant­e de la humanidad. Es la última frontera, el último viaje, el fin de todo o el principio de mucho, según la mirada más o menos trascenden­te de cada cual. Personalme­nte me llevo mal con ella, y no acostumbra a ser motivo de mi reflexión, más allá de los momentos en los que me arranca algún ser querido y el artículo se reviste de duelo.

Pero en lo general, no me interesa el tema, ni coincido con los que creen que hay que reflexiona­r sobre la muerte y prepararse. Uno de mis escritores favoritos, Stefan Zweig, escribió que no bastaba con pensar en la muerte, sino que debíamos tenerla siempre presente, porque entonces la vida se hacía más solemne y más alegre. Quizás por ello, desesperad­o por el futuro del mundo, se suicidó en 1942 junto a su esposa, Lotte Altmann, ambos judíos. Alguien escribió que, con su suicidio, había hecho un sentido homenaje al poeta Heinrich von Kleist, al que admiraba profundame­nte, y que también se suicidó con su mujer.

Ciertament­e tiene algo de poético, pero le encuentro más romanticis­mo

Debo de ser una yonqui de la vida, pero si tuviera que tatuarme algo, yo pondría “sí resucitar”

en la literatura que en la vida.

El artículo, sin embargo, venía a cuento de otra cosa, aunque tenga a la muerte de protagonis­ta. Se trata de la noticia que publicó La Vanguardia sobre un hombre que llegó en coma a un hospital de Miami con un tatuaje en el cuello que ponía: “No resucitar”. Los médicos no encontraro­n ningún familiar, fue imposible hablar con él y después de un debate del comité ético, decidieron que aquella era su última voluntad y no lo reanimaron. El tatuaje era antiguo y la cuestión era si el hombre se había arrepentid­o posteriorm­ente, aunque no se lo hubiera sacado. Finalmente, unos días después de su muerte, encontraro­n su testamento vital: no se habían equivocado.

Por supuesto, hay que respetar hasta el milímetro las últimas voluntades, pero con toda la honestidad tengo que confesar que yo habría optado por reanimarlo, convencida de que siempre cabe un último pensamient­o. Quizás habría vulnerado un principio fundamenta­l, quizás habría salido mal, como él debía temer, quizás…, vayan a saber. Pero era un tatuaje, puede que un día de copas, puede que un momento depresivo, puede que aquello que motivó el escrito hubiera pasado, y el hombre tuviera otras pulsiones. Había tantos condiciona­ntes, tantas variables, que debió ser muy difícil, para los médicos, tomar la decisión. Y a causa de esos condiciona­ntes, ante la duda, yo siempre apostaría por la vida. Lo cual, por supuesto, no es mejor, ni peor que la decisión que tomaron. Sólo es la otra opción. Y en este caso, por lo que parece, habría sido la mala.

Debo ser una yonqui de la vida, una obsesa del pulso y el aliento, pero si tuviera que tatuarme algo, yo pondría lo opuesto. A mí la muerte no me encontrará complacien­te, sino peleando.

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