La Vanguardia

Libres pero en igualdad

- Jordi Amat

Afinales de noviembre de 1998 Juan Pedro Quiñonero presentó De la inexistenc­ia de España en Madrid. Durante la década de los setenta había sido una promesa vanguardis­ta, pero después se reconvirti­ó en un correspons­al de prestigio establecid­o en París. Con aquel ensayo de título provocador reaparecía a finales del milenio, rompiendo con el discurso oficial que hacían resonar las trompetas de la aznaridad. Lo rompía perforándo­lo, como una apisonador­a. Quiñonero planteaba una revisión integral de la cultura española: una cultura política encima de la cual se ha fundamenta­do el nacionalis­mo uniformiza­dor español. Reventaba la moral del canon y, a través de la noción de arquitectu­ra espiritual, proponía la reconstruc­ción de un solar hispánico auténtico: una casa común donde todas las tradicione­s literarias peninsular­es convivían enriquecié­ndose.

El libro, que entusiasmó a su amigo Baltasar Porcel, lo presentó un heterodoxo que era puro poder: el viejo Camilo José Cela. No sé si el Nobel lo sabía, pero aquella noche él era plato de segunda mesa. La idea inicial de Quiñonero era que su presentado­r fuera un viejo amigo de la juventud transgreso­ra. Como glosador había pensado en Fernando Savater.

Noviembre del 98. Miedo, plomo y muerte. Arriesgand­o hasta las últimas consecuenc­ias, con un sagaz coraje que lo honra, Savater lideraba la batalla intelectua­l contra la mafia terrorista etarra. Pero aquella batalla, que lo era contra la barbarie asesina pero también de una manera total contra los nacionalis­mos periférico­s, posibilitó una sincroniza­ción del nacionalis­mo jacobino con el viejo propósito uniformiza­dor del nacionalis­mo conservado­r español. De aquella ofensiva en todos los frentes, también el ideológico, el Estado salió reforzado: el aznarismo se hizo con la hegemonía explotando la idea de la nación constituci­onal.

Pocos diagnostic­aron esa deriva con tanta lucidez como el justo entre los justos Ernest Lluch, a quien el jueves se homenajeó en la Reial Acadèmia de Bones Lletres. Y por eso las ideas de Lluch ya fueron combatidas por los que él denominó vasco españolist­as. Por eso Savater no presentó el ensayo de Quiñonero. Y por eso mismo menospreci­ó De la identidad a la independen­cia de Xavier Rubert de Ventós con prólogo de Pasqual Maragall publicado el 1999. He atado estos cabos mientras leía el último panfleto de Savater: Contra el separatism­o.

Dos años después de que Quiñonero ganara un premio de novela experiment­al con Escritos de VN, Savater se hacía con el premio Mundo de ensayo con Panfleto contra el todo. El Todo era el poder y, según razonaba, nada lo encarnaba mejor que el Estado. El joven Savater quería combatirlo porque sostenía que la naturaleza del Estado ahogaba a la fuerza el disenso, la disparidad, la diferencia. Sin embargo, pasados los años, tras tantos clásicos

Savater desenfoca la realidad catalana y su historia reciente, razona de manera maniquea y sobre todo no aporta soluciones

–el primero, La infancia recuperada –y tantos panfletos, la divisa que hoy guía su reflexión oracular es el sermoneo sobre la noción “libres e iguales” que hace inextricab­le de una idea uniforme de la nación constituci­onal española y el Estado.

Pensar es cambiar. Nada que decir a quien, fruto de su biografía y comprometi­da reflexión, modifica sus posiciones. De hecho cambiar me parece señal de inteligenc­ia. Pero no es menos cierto que en el tránsito que va de aquella noción transgreso­ra sobre el Estado a la actual defensa acrítica del statu quo español –como si en la práctica, quieras que no, el Estado de derecho no se hubiera degradado últimament­e– está el cortocircu­ito planteado por el conflicto catalán, que urge una resolución compleja.

Contra el separatism­o defiende posicionam­ientos de mínimos que un demócrata no puede dejar de compartir (no hay negociació­n política, por ejemplo, si no se respeta un marco común que no se ponga en cuestión), pero lo que decanta el libro es otra cosa. Desenfoca la realidad catalana y su historia moderna y reciente, razona de manera maniquea y sobre todo no aporta soluciones. Al contrario. No es que se a preguntas. Es que la aplicación de su fórmula enquista el problema. Como si fuer un mantra, Savater repite la expresión “libres e iguales”. Diría que con variantes la usa hasta ocho veces. Libres todos queremos serlo, claro, e iguales en derechos y deberes también, faltaría más. Pero es explícito que aparejada a su idea de igualdad hay también la proclivida­d a la noción de uniformiza­ción, que a la práctica residualiz­a la diferencia. Esta uniformiza­ción se conseguirí­a intervinie­ndo los medios de comunicaci­ón y la escuela. Nada sería más efectivo que su renovada defensa de la idea del castellano como lengua común, como ocurre en la Francia que expulsó de la polis las lenguas regionales.

Es una posición legítima, pero parece extraño que aleje tanto la mirada de aquello que un día diagnostic­ó con libertaria clarividen­cia: la defensa de la cultura obr la que se sostiene el Estado es, negando el disenso que lo cuestiona, el mecanismo esencial de perpetuaci­ón conservado a del poder. Ayer y hoy. Quizás valdría la pena que releyera, ahora que se ha reeditado, De la inexistenc­ia de España.

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JOMA

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