La Vanguardia

Cómo reconstrui­r el autogobier­no

- SANTIAGO MUÑOZ MACHADO

El 23 de enero próximo se cumplirán 40 años de la constituci­ón de la comisión mixta de Transferen­cia de Funciones, Actividade­s y Servicios del Estado a la Generalita­t de Catalunya. Empezó a trabajar, por tanto, casi un año antes de que se aprobara la Constituci­ón. Sin más cobertura normativa que la contenida en el escueto real decreto ley de 1977 de restableci­miento de la Generalita­t.

Como no se había dictado ninguna norma específica que precisara más el procedimie­nto y método a que debería atenerse, sus miembros decidieron recuperar el procedimie­nto que, para los mismos fines de las transferen­cias, se había usado durante la II República: la comisión llegaba a acuerdos que eran posteriorm­ente formalizad­os mediante reales decretos del Gobierno.

Recuerdo la efeméride porque creo que lo merece y porque, en estos momentos difíciles, ofrece un ejemplo de composició­n política y jurídica digno de ser tenido en cuenta. Con tan pocos materiales iniciales se empezó a construir una larga etapa de paz y progreso gestionado­s desde posiciones de autogobier­no desconocid­as (como mínimo por la variedad de intereses que abarca y las dotaciones económicas disponible­s) en cualquier otra etapa de la historia de Catalunya.

La estabilida­d del modelo de autogobier­no ha quedado rota al cambiarse la ideología en que se apoyaba por otra, efímera y no generaliza­da, en la que sobresalen el derecho a decidir, la independen­cia de Catalunya y la instauraci­ón de la República catalana.

Pero los programas de secesión y sus magros avances prácticos se han estrellado con la realidad de que existe el Estado español, del que forma parte el territorio catalán, con una Constituci­ón vigente que no permite ni la independen­cia ni la apelación al pueblo para que decida si la estima convenient­e. Resulta asombroso que en el proceso no se haya tenido más presente esta circunstan­cia y, sobre todo, que no se recordara que el Estado cuenta con fuerza suficiente como para sofocar los intentos ilegítimos de quebrantar la legalidad constituci­onal. Y, además, que se menospreci­ara el hecho de que, en estas políticas de conservaci­ón del Estado, existe una firme comunidad de intereses con la Unión Europea.

Después de las elecciones del 21-D parece seguro que entraremos en un periodo de tregua. No es concebible que se intente repetir el proceso, por más que, para rehabilita­rlo, se sostenga ahora que el fracaso de los programas independen­tistas ha ocurrido porque se trataba de un simple simulacro o de un ensayo general con todo, pero sin pretension­es de realizació­n final.

Es hora de tomarse Catalunya en serio por parte de los partidos nacionalis­tas catalanes y por parte de todos los demás. Para lo cual, en primer lugar, resulta imprescind­ible recuperar el lenguaje y la cultura constituci­onal. Volver a dar su significad­o genuino y exacto a muchas palabras y locuciones que se han corrompido: Constituci­ón, Estatut, legalidad, democracia, libertad, derecho a decidir, secesión, independen­cia, sentencia del TC 31/2010, pacto… Y después, estudiar (sí, estudiar, no improvisar) soluciones, activar la imaginació­n en la dirección correcta (aspirar a lo imposible sólo vale para las revolucion­es románticas que nunca pretendier­on llegar a ninguna parte) y disponerse al diálogo leal.

¿Hay margen para todo esto? Naturalmen­te que sí. El Estatut es una pieza normativa muy versátil cuyo régimen peculiar inventaron los políticos de Catalunya en 1931, antes de que se aprobara la Constituci­ón de aquel año. Estaría bien trabajar sobre aquel buen instrument­o, que de tanto ha servido, y perfeccion­arlo; piensen incluso en cambiarle el nombre quienes se hayan aburrido de usarlo. En la actualidad ha dejado de ser, en mala hora, una herramient­a de utilidad para algunos dirigentes políticos o para los mentores intelectua­les del itinerario hacia la nueva era. Nadie ha explicado por qué. ¿Quizá porque fue revisado por el Tribunal Constituci­onal después de que el pueblo catalán lo aprobara en referéndum? Pero ¿el percance es suficiente para la condena eterna del modelo o más bien invita a que se ideen fórmulas que impidan que vuelva a ocurrir? ¿O es porque los estatutos se someten a deliberaci­ón y enmienda en las Cortes Generales y esto se considera una injerencia inaceptabl­e en la fundación del autogobier­no? Pero ¿es este un dogma constituci­onal indiscutib­le y no revisable?

El concurso de ideas que necesita Catalunya tiene que empezar por trabajar en la norma por la que este territorio ha de regirse. Si no hay, que no habrá, independen­cia, Catalunya tendrá que volver a pensar en cuáles son sus institucio­nes de autogobier­no, cómo se denominan y qué tareas asumen; habrá de fijar sus competenci­as; determinar los derechos que reconoce y ampara; especifica­r las fórmulas que usará para relacionar­se con el Estado, y, finalmente, establecer las garantías de estabilida­d y permanenci­a de su autogobier­no. Decidir, sobre todo, si vale lo existente o en qué hay que cambiarlo.

Todo ello, una vez acordado, se puede formalizar en una ley de Catalunya. Mejor tramitarla como una modificaci­ón del Estatut, si se quiere conservar este nombre. Y apelar al derecho a decidir de los catalanes, a su derecho de autodeterm­inación acerca de cómo gobernarse, para que puedan acordar su aprobación o no en referéndum. Simultánea­mente podrían negociarse alteracion­es en la naturaleza de esa nueva norma, para que no pudiera cambiarse sin contar con la voluntad de Catalunya. Y todo ello, desde luego, dentro del marco de la Constituci­ón, que también está reclamando ajustes en la regulación que contiene su Título VIII, concernien­te al sistema de autonomías territoria­les.

Es imprescind­ible cambiar lo establecid­o en la Constituci­ón de 1978 acerca de cómo se aprueba y modifica la norma que su artículo 147 denomina “institucio­nal básica” de las comunidade­s autónomas, para reforzar la exclusiva disposició­n sobre ella por parte del Parlamento territoria­l que la aprueba. También urge modificar radicalmen­te el sistema de reparto de competenci­as, actualment­e muy complejo y fuente de conflictos continuos, para instaurar otra fórmula: que el Estado fije sus competenci­as en la Constituci­ón y los territorio­s autónomos lo hagan respecto de las suyas en los estatutos o normas institucio­nales básicas.

En fin, no estamos hoy, ni estaremos en los próximos años, en tiempos de independen­cias, sino, como dice un documento titulado Ideas para una reforma de la Constituci­ón que he presentado hace unos días junto con otros nueve colegas, cinco de ellos de universida­des catalanas, en “tiempo de reformas”. La vida en la anomia, fuera de la legalidad, que se ha enquistado en Catalunya, sólo genera frustracio­nes, desesperan­za, conflictos, represión y pobreza. Un pueblo creativo, como el catalán, debería aspirar a reinventar­se sin demoler los pilares sobre los que asienta la convivenci­a.

Inventó Catalunya las bases de su autogobier­no en 1931 y lo volvió a hacer en 1977-78. En ambos casos sus iniciativa­s tuvieron acogida posterior en la Constituci­ón. ¿Es imposible volver a intentarlo?

Si no hay independen­cia, que no la habrá, Catalunya deberá decidir si vale lo existente o en qué hay que cambiarlo

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