Elton John emociona a sus fans en el Sant Jordi
Elton John convenció a la afición con una briosa lectura de sus grandes éxitos
Venía de tocar en el Bercy parisino ante un auditorio casi completo y aterrizaba en un Palau Sant Jordi que sí presentaba un lleno sin fisuras, con más de quince mil asistentes que no quisieron perderse a Elton John, a quien se le escuchó en estas latitudes hace tres años (Cap Roig y Barcelona) y de quien se rumorea que su próxima gira podría ser la de la despedida.
Ante un público poco efusivo en exteriorizar sus emociones, apático en ocasiones excepto al final, asentado en edad y tranquilidad –toda la pista estuvo ocupada por butacas– y como el gran profesional que es y como artista que a estas alturas ya no tiene que demostrar muchas cosas, John rubricó anoche un concierto fiel a su leyenda. Con un cuarto de hora de retraso, la curtida tripulación instrumental –trajeados y encorbatados– que le acompaña hizo acto de presencia de forma tranquila a la espera de que apareciera el gran capitán, que al poco de sentarse ante el piano arremetió con furia los compases de The bitch is back.
En un escenario de proporciones convencionales y sin aspavientos tecnológicos, la función comenzó con un sonido poderoso, poco dado al matiz, con los altavoces bien subidos de volumen, con unos arreglos tirando a mayestáticos, como si se tratase de dejar claro que aquello iba de velada de rock, sensación que se mantuvo con el Bennie and the
jets que le siguió, en el que las teclas del piano sobrevivieron a su ímpetu. El glorioso músico entró rápidamente en faena, ataviado de forma relativamente ortodoxa en tonos oscuros, levita con lentejuelas incluida, amén de gafas oscuras de llamativa montura amarilla. La noche prometía ser larga –ha solido tocar en los conciertos convencionales de esta gira en torno a los veinte temas– y el astro la encaró con lo que mejor sabe ofrecer, su briosa interpretación y un soberbio repertorio de medio siglo (que acaba de sintetizar generosamente en el triple Diamonds), que en esta ocasión estuvo bastante escorado hacia los 70 como demostró rápidamente con sus gloriosos Take me to the pilot o Daniel, dos piezas de estructura armónica distinta y que reflejan una indiscutible habilidad compositiva.
Aunque la supuesta razón oficial del concierto de anoche es su último álbum Wonderful crazy night, aparecido hará pronto dos años, el músico lo despachó someramente con el repaso de un par de cortes
(Looking up y A good heart). Cumplido el expediente y rubricado con funcionales aplausos por el incondicional, regresó a lo seguro, una sanguínea versión del Philadelphia
freedom, escrita hace más de cuarenta años pero todavía con buen tono muscular. Al finalizarla, pronunció un breve parlamento sobre el odio y la muerte que se han extendido en los últimos años y que confiaba que su música sirviera para unir a las personas en amorosa sintonía... para lo que interpretó I want
love .
A ello le siguió una tripleta de canciones himnos que dejó los siguientes minutos para el recuerdo. Primero con la bella Tiny dancer, que ofreció con un volumen todavía excesivamente elevado, al que le siguió una imparable versión de Levon que se prolongó durante más de diez minutos apoteósicos, y una versión extended de Rocket man, ya sin aquellos agudos vocales suyos pero en hermoso e intenso montaje escénico y lumínico; y como colofón a esta descarga, ha añadido Have mercy on the criminal, un corte del 72 e interpretado muy raramente antes de esta gira.
Después de este rescate del Don’t shoot me I’m only the piano player, el resto de la noche ya fue como una
autopista de grandes éxitos, no ya de él sino de la historia más luminosa del pop. Abrió con una versión convencional del Goodbye yellow
brick road, a la que le seguiría una novedad en el repertorio introducida hace tres días en París y que anoche repitió, Sorry seems to be the
hardest word, incluida en su álbum Blue moves. Con la misma tónica delicada se aproximó –a sus setenta años, John demostró estar capacitado para seguir toreando en muy diferentes distancias– a Your song, mientras que uno de los momentos emotivamente más intensos lo constituyó, sin duda, el recuerdo de George Michael con Don’t let the
sun go down on me.
Respaldado con una vieja/joven guardia de cinco músicos, entre ellos el batería Nigel Olson y el guitarrista Davey Jonhstone, que le acompañan desde hace cuarenta años, John encaró la recta final transformando el recinto de Montjuïc en una improvisada discoteca: con I’m still standing volvió a juguetear con su sufrido piano, mientras que el Crocodile rock fue coreado de forma entusiasta por los asistentes y el Saturday night’s alright for fighting le sirvió para bajar el telón de la función con una presentable descarga eléctrica. Al final, como estaba previsto, concedió propina en forma de Candle in the wind, como regían los cánones de una noche diseñada para el aplauso garantizado. Ninguna sorpresa, pero ojalá la cotidianidad fuese siempre tan reconfortante.