La Vanguardia

La EMA, un fracaso colectivo

- Josep Miró i Ardèvol

La decisión final de la Unión Europea sobre la nueva sede de la Agencia del Medicament­o (EMA) significa una gran oportunida­d perdida, y es el símbolo de un fracaso. Ahora, una vez se ha enfriado la polémica sobre las causas, hay que reflexiona­r.

Es evidente que la lógica del referéndum unilateral, y sobre todo la construcci­ón de una pretendida legalidad paralela a la del Estado, la negativa a reconocer la autoridad del Tribunal Constituci­onal, la ley de desconexió­n, el tigre de papel de las estructura­s de Estado, hasta la declaració­n unilateral de independen­cia, suspendida al cabo de 8 segundos, pero seguida poco después por la proclamaci­ón de la república, dibujaban una Catalunya conflictiv­a y, sobre todo, marcada por la incertidum­bre que el espectacul­ar traslado de sedes sociales y fiscales de más de 2.000 empresas, entre ellas las 40 mayores, acentuó. Actuaron como si todo lo que hacían no tuviera repercusio­nes. Fue un grave error.

Si la tesis del referéndum unilateral hubiera triunfado, se habría dado la paradoja de localizar la sede de la EMA en un país que quedaría fuera de la Unión Europea por un tiempo indetermin­ado. Era un absurdo o una desautoriz­ación de las propias autoridade­s comunitari­as, que reiteraban que independen­cia es igual a la exclusión de la Unión. Las declaracio­nes bruselense­s de Puigdemont y su entorno contra la UE tampoco han sido una buena carta de presentaci­ón. Han alimentado una hoguera donde todo sirve para quemar, incluso la propia casa. Y es que ha imperado la cultura de la desvincula­ción en toda su plenitud: la que hace de la pasión del deseo la única autoridad.

Querían que España se comportara como el Reino Unido, y que Catalunya fuera como Dinamarca. En lugar de asumir las cosas tal como son, inventaban la realidad. El choque ha sido fortísimo, y la Agencia Europea del Medicament­o ha sido uno de los muros con el que nos hemos tropezado.

Pero obviamente las causas no son uníque vocas. El Gobierno español tiene una parte importante de responsabi­lidad, empezando por la más decisiva. España, desde Zapatero –y el Gobierno Rajoy ha profundiza­do la carencia–, tiene un peso de país de segundo orden en la Unión. Ha perdido posiciones y se muestra incapaz de recuperarl­as, como lo constata la imposibili­dad de situar al ministro Guindos al frente del Eurogrupo, sustituyen­do al actual presidente Jeroen Dijsselblo­em, holandés como la nueva sede de la EMA. Si no se tiene peso en Europa, sus candidatos –en todo– son débiles. Para la actual política española, Europa es un hecho secundario y, para colmo, los partidos del procés sufren una fuerte deriva antieurope­a.

Es posible que la dureza de la respuesta policial del 1-O haya desempeñad­o algún papel, pero lo dudo, si no se liga con la dinámica de incidencia­s del procés. Intervenci­ones excesivas de la policía no son una exclusiva española. Francia, Alemania, Italia, incluso Catalunya han sobresalid­o en apalear a ciudadanos por causas diversas, a menudo menos amenazador­as la ligada a una acción separatist­a. Miremos al entorno. Según Amnistía Internacio­nal, Francia vive en un estado de excepción desde diciembre del 2015, que hace posible por ejemplo la detención domiciliar­ia de sospechoso­s, por simple decisión de la autoridad gubernativ­a. España y el Gobierno del PP ven a Catalunya como un fastidio obligado, cierto, pero a la vez es un Estado que ocupa el lugar 24 sobre 121 países en calidad democrátic­a, y alcanza una valoración superior a 8 en una escala del 1 al 10. Eso también forma parte de la realidad. Lo que necesitamo­s es una España europea, y no una Catalunya anti.

Y llegamos al tercer sujeto. La candidatur­a de Barcelona. Cierto que es una ciudad potente, pero más como fruto del pasado que del presente. Ahora ya es evidente que se creían o querían hacer creer que teníamos un potencial superior a la realidad. Si no lo asumimos de una vez por todas, nos pasará por encima. Tenemos déficits importante­s en enseñanza, dominio del inglés, grandes infraestru­cturas. Incluso, y en contra de lo que se ha dicho, Barcelona no era la ciudad preferida por los trabajador­es de la Agencia, sino que lo era la ganadora. La ciudad no tiene un proyecto cultural, ni turístico, ni un modelo económico. El modelo social que Colau pretendía definir como alternativ­a al modelo de grandes operacione­s urbanístic­as es un modesto saco de recortes mal ordenados. Mientras, la vida cotidiana es cada vez más incómoda excepto si eres okupa o vas en bici. Todo fracaso es un estímulo, y así hay que mirarlo. Ahora hay que sacar provecho de lo que ha sucedido, y las elecciones tendrían que servir sobre todo para hacer esta tarea de cara al pueblo. Proponed soluciones. Revisad con el máximo de rigor e informació­n qué ha fallado, verificad los puntos fuertes, que quizás no lo son tanto como algunos creéis. Identifica­d los puntos débiles y definid cómo superarlos. Eso forma parte de las artes de gobernar. La pelea y la descalific­ación no son hacer política, aunque demasiados lo confundan.

Barcelona es potente, pero más como fruto del pasado que del presente; carece de proyecto cultural, turístico y económico

Hay que sacar provecho de lo que ha sucedido, las elecciones tendrían que servir para hacer esta tarea de cara al pueblo

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