Calefacción Rijkaard
Un empate contra el Celta se vive diferente si hace calor que si hace frío. Esta es la primera conclusión a la que llegaron los culés que asistieron al partido del sábado. La prevención de visitas exitosas de los vigueses no sirvió para evitar que marcaran el primer gol. Petrificados por el resultado, el frío y las lesiones, salimos del Camp Nou con un balance preocupante: dos puntos que no deberíamos haber perdido, Umtiti lesionado, Iniesta pendiente de pronóstico y la amenaza de entrar en ese territorio tan mediáticamente rentable como científicamente sospechoso denominado “dinámica negativa”.
Es el tipo de expresiones que nunca utilizaban nuestros padres y abuelos culés. Es más: si antes o después de la guerra, alguien hubiera dicho “dinámica negativa” en una conversación sobre el Barça en Canaletes, lo habrían detenido por tumultuosa instigación a la cursilería. Ahora, en cambio, la repetimos aunque sepamos que repetirla en exceso puede acabar convirtiéndola en realidad tangible. De los tres últimos partidos jugados (no cuento la goleada contra el Murcia), queda la sensación de que el equipo no llega a controlar la continuidad del tiempo y del espacio con la autoridad de otras épocas. En varios momentos del partido y en zonas diferentes del campo, el control desfallece de un modo intermitente y los rivales más atentos –básicamente los que prevén que eso puede pasar– lo aprovechan.
No es ningún drama pero probablemente es el síntoma de algo que la lesión de Umtiti y el reposicionamiento de piezas para corregir su ausencia agravará. En la industria del entorno, que se alimenta de la distorsión ya no de la realidad sino de la hipótesis recreativa, estos indicios justificarán una campaña de propensión al pánico que será combatida con un simétrico cierre de filas. La ley del péndulo no evoluciona pero sí debería servir para acumular experiencia y aprender a que no nos afecte a la pirotecnia de la opinión publicada.
Quizás estábamos muertos de frío pero nos hizo ilusión saber que Frank Rijkaard estaba en el campo con un niño sobre las rodillas. Esta imagen está en el origen de muchas fidelidades barcelonistas. Si alguna vez se levanta un monumento al aficionado desconocido, no estaría mal pensar en la butaca de una grada con un culé canoso con un niño a la falda. Si el culé es Rijkaard, el honor se multiplica. A medida que pasan los años, parece que su figura se diluya, en parte a causa de la deslumbrante inercia de la opulenta era Guardiola y en parte porque Rijkaard reclama una especie de intimidad y sordina retrospectiva muy particular.
Hay culés informados que hablan de él con un misterio ambiguo, como si supieran cosas que los demás ignoramos. Y los que somos fervorosos entusiastas de Rijkaard acabamos sospechando que debe haber cosas que se nos escaparon. Vale, de acuerdo, todos hemos oído historias que lo presentaban como el capitán errático de una especie de sentido melancólico de la vida, jamaicano de adopción o amante de vida sentimental agitada. Y es cierto que le perdimos la pista, aunque de vez en cuando alguien nos cuenta que lo ha visto regentando una pizzería en Marbella, como conferenciante en una academia en Florida o tomando un café –cómo me pasó a mí– en una terraza de Amsterdam. En la fotografía del sábado se le ve sonreír con el niño sobre las rodillas. Y siguiendo la inercia medio secreta medio especulativa que lo acompaña, a la criatura le adjudicamos la categoría de nieto o de hijo porque en el caso de Rijkaard intuimos que tanto podría ser lo primero como lo segundo.
Lo admito sin ambages: he admirado a muchos entrenadores del Barça pero a Rijkaard lo quiero. Nos devolvió parte de la dignidad pública despilfarrada por los años de mezquindad post-nuñista. Cuando más lo necesitábamos, supo filtrar con serena aquiescencia los excesos energéticos del laportismo, gestionó como un maestro la expansiva creatividad de Ronaldinho, la pólvora de Messi y las espirales emocionales del gran Victor Valdés y convirtió el banquillo del Barça en el mejor escaparate de una forma de respeto que marcó tendencia. ¿Después? Hay quien dice que todo fue un desastre. Pero sin saber nada prefiero creer que sufrió un proceso de pérdida de confianza y de inestabilidad depresiva y que, por lealtad y principios, eligió inmolarse por respeto a los jugadores y a los directivos con quienes compartió una aventura histórica en vez de presumir de una coherencia que tampoco tenía. Incluso en un contexto tan climatológico y deportivamente frío como el del sábado, la presencia de Rijkaard nos proporcionó un momento de profunda y oportuna calidez.
A medida que pasan los años, parece que la figura de Frank Rijkaard se diluya
Petrificados por el resultado, el frío y las lesiones, salimos preocupados del Camp Nou