Iceta y las burbujas
En la arquitectura de la panera electoral, Miquel Iceta interpreta el papel del cava. Es efervescente y, al mismo tiempo, fiable como símbolo de excepcionalidad. También es festivamente alocado si acaba ganando y está lo bastante curtido para, si pierde, aceptarlo en compañía de una cínica y reparadora botella de brut o semiseco (sigue la teoría de Napoleón: “No puedo vivir sin champán; en caso de victoria, me lo merezco; en caso de derrota, lo necesito”).
Los precedentes de burbuja efervescente en cosechas electorales socialistas se remontan a las legendarias cajas acumuladas en 1980 para celebrar, con tragicómica y prematura euforia, la victoria de Joan Reventós y tener que beberlas con desesperación cuando resultó que el ganador era Jordi Pujol. Por una concatenación de extrañas circunstancias, Miquel Iceta, que parecía predestinado al papel de tramoyista, fontanero, ideólogo o capitán a la sombra de aparatos en permanente mutación, ha asimilado con naturalidad vocacional el papel de prima donna. Ahora lidera una candidatura líquida basada en un insólito coupage y una fermentación que ya veremos qué química nos depara, pero, en su programa, afirma querer un país que lee, “educado y educador”.
Mientras tanto, está de gira. La excursión de hoy le ha llevado a El Prat de Llobregat para reunirse con sindicalistas y trabajadores del aeropuerto con los que hablará de paro y precariedad. El viaje incluye un séquito mediático sometido a las exigencias de una actualidad caníbal y desemboca en un multitudinario canutazo. El canutazo es el motor mediático de las campañas: declaraciones del candidato de pie, con una adrenalina añadida que, en forma de mogollón de micrófonos y cámaras, puede adaptarse a los rincones y condiciones más inhóspitos. Hoy toca el vestíbulo del local de la Agrupación Socialista de El Prat, que, además de al candidato, anuncia un número de lotería de Navidad (61.532). La tumultuosa concentración de cámaras, fotógrafos y reporteros no es susceptible de ser inhabilitada y busca con un vigor depredador alguna declaración sustancial. La reunión con los sindicalistas es el MacGuffin protocolario de un temario de urgencia con referencias a la vida judicial belga, al presagio de unos resultados que, según Iceta, “serán espectaculares” y una colleja al estilo retórico de García Albiol (“de taberna”).
Con mecanizada profesionalidad, Iceta se adapta a los rigores del circo electoral sin preocuparse de si los focos se le reflejan en la calva con más naturalidad que en la fotografía oficial, en la que luce una sonrisa nefrítica que recuerda la del muñeco de Netol. Empieza la reunión. Cuando mira a su alrededor, Iceta se da cuenta de que las barbas que lo acompañan no son esclavas de ningún postureo hipster, sino que son estética, ética y estoicamente sindicalistas y socialistas. O sea: las barbas de toda la vida.
Los precedentes de burbuja efervescente en cosechas electorales socialistas se remontan a 1980