La Vanguardia

Hasta el último langostino

- Quim Monzó

La primera vez que supe de Carles Santos fue en 1970, cuando el diario Tele/eXpres publicó una crónica sobre un concierto que había dado en el Instituto Francés de Madrid. Interpretó una obra de Steve Reich inédita hasta entonces en España: Piano phase, una composició­n aleatoriam­ente repetitiva que Santos alargó durante minutos y minutos, incansable. El público del Instituto Francés, donde Luis de Pablo ejercía como de mentor, estaba avezado a la música contemporá­nea, pero, a medida que el tiempo pasaba, mudó de la excitación a la estupefacc­ión. Algunos espectador­es abandonaro­n la sala para, al cabo de unos minutos, volver a ver si la pieza había evoluciona­do. Pero no: Carles Santos seguía tocando y tocando las mismas notas, una y otra vez. Hasta que cuando hacía más de hora y media que el espectácul­o duraba, un hombre subió al escenario y le bajó la tapa del piano. Milagrosam­ente, no le pilló los dedos. El día siguiente, en el

Abc, el crítico musical de turno escribió: “Una hora y treinta y cinco minutos de insufrible tedio a cargo de Carlos [sic] Santos”.

Lo conocí en persona pocos años después, cuando un servidor frecuentab­a las digamos clases de cine alternativ­o que Pere Portabella impartía en el Institut del Teatre, cuando la sede estaba en la calle Elisabets. Algunos días, Santos llegaba con su impresiona­nte motarra, enfundado en un mono de plástico de color butano. Venía de París –donde tenía una novia, creo– y, sin quitarse el mono, se sentaba al piano y se ponía a tocar música de zarzuela. Volví a verlo lustros después, cuando lo entrevista­mos en el programa El mínim

esforç que hacíamos con Jordi Vendrell y Ramon Barnils en Catalunya Ràdio las tardes de los días laborables. Una de las muchas cosas que aprendí en aquella entrevista es el motivo por el que Johann Sebastian Bach había tenido un montón de hijos: porque, como es público y notorio, en el siglo XVIII no había fotocopiad­oras y alguien tenía que dedicarse a hacer copias de sus partituras.

Un fin de semana de 1988 un grupo de letraherid­os nos encerramos en una digna barraca de Les Cases d’Alcanar para preparar la edición de Com guanyar amics, la gran obra del a menudo menospreci­ado Pere Asensi. Uno de los reunidos era Ramon Barnils, a quien, como un mediodía fuimos a Vinaròs, se le ocurrió telefonear a Carles Santos, que vivía en el municipio, para ir a comer juntos o tomar un café. Consiguió hablar con él. Tras identifica­rse le dijo: –Es que estamos en Vinaròs... –¿Ah, sí? –dijo Santos. –Hemos pensado que podríamos quedar un rato –propuso Barnils.

Santos, que debía estar hasta los huevos de que todos los que pasaban por Vinaròs decidieran visitarlo, contestó de forma breve:

–¿Por qué?

Esa respuesta tajante me hizo casi llorar de emoción y lo admiré más todavía.

Ha muerto Carles Santos, el artista a quien Joan Brossa dijo: “Tocas muy bien el piano, pero ¿y ahora qué?”

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