Los temas del día
La decisión de Trump de trasladar a Jerusalén la embajada de EE.UU. en Israel, y el acuerdo entre los 28 países de la UE para establecer una lista negra de paraísos fiscales.
Aprincipios de junio del 2009, pocos meses después de iniciar su primer mandato, el presidente estadounidense Barack Obama pronunció en la Universidad de El Cairo su discurso Un nuevo principio. En él propuso una revisión de las relaciones de su país con el mundo árabe, basada en “el mutuo interés y el mutuo respeto”. Luego las primaveras árabes evolucionaron, en su mayoría, de modo distinto al deseado por Washington. Y Oriente Medio siguió siendo el avispero que ha sido desde que en 1948 se declaró la independencia de Israel y, acto seguido, se desencadenó la guerra árabe-israelí, primera en una sucesión de enfrentamientos. El conflicto no sólo se ha mantenido allí durante los últimos siete decenios, sino que ha convertido la zona en el foco de tensión más duradero y preocupante del mundo. De ahí que aquel discurso de Obama fuera recibido globalmente con alivio y satisfacción en casi todo el planeta.
Donald Trump, sucesor de Obama en la Casa Blanca, tiene una idea muy distinta sobre lo que EE.UU. debe hacer en Oriente Medio. Ya expresó en campaña, sin ocultar nunca sus estrechos lazos con Israel, el deseo de reconocer Jerusalén como la capital de Israel y, también, de trasladar allí la embajada de su país, actualmente en Tel Aviv. Esta promesa electoral, que complacía a los halcones israelíes y a no pocos de sus donantes, traía aparejada la de un nuevo incendio en el conflicto que nos ocupa. Porque si Oriente Medio es el gran núcleo de las tensiones mundiales, Jerusalén es el núcleo central de las tensiones de Oriente Medio: alberga los lugares sagrados del judaísmo y la tercera mezquita del islam, mientras el cristianismo le otorga un enorme simbolismo. Y también porque no contribuye a resolver el conflicto árabe-israelí mediante la fórmula de los dos estados y la convivencia en Jerusalén de sus respectivas capitales, una empresa difícil, pero no por ello menos pertinente. Durante los últimos decenios el consenso sobre este punto no sólo se ha expresado en el mundo árabe y en amplios sectores de la población israelí, sino también en las organizaciones internacionales y en las principales cancillerías.
Indiferente a este consenso, y tras dar pábulo irresponsablemente a una posible conflagración nuclear con Corea del Norte, Trump ha creído ahora oportuno apuntar y disparar contra la muy frágil diana de Jerusalén. En su esperado –y temido– discurso de ayer, el presidente manifestó sin ambages su decisión de reconocer la mencionada ciudad como capital israelí e iniciar los trámites para trasladar allí su embajada.
El potencial desestabilizador de la política internacional de Trump en general, y en Oriente Próximo en particular, es enorme. Ayer dijo que aspiraba a seguir buscando la paz. Pero su decisión relativa a Jerusalén, tan alejada del mutuo interés y del mutuo respeto que recetaba Obama, no va a ayudar. Las principales organizaciones panárabes ya han advertido al respeto. Fuentes palestinas han afirmado que la consideraban una declaración de guerra a 1.500 millones de musulmanes, y que una acción de este tipo inhabilitaba a EE.UU. para cualquier labor como mediador en la zona. La Unión Europea, China o el Papa desaconsejaron a Trump su iniciativa. Todos ellos sospechan que puede acabar con un statu quo difícilmente alcanzado, minar futuros planes de paz y agravar la inestabilidad. Pero nada arredra a Trump, capaz de primar sus políticas unilaterales sobre la más elemental prudencia.