Reforma lejana
Cuando Jordi Pujol era presidente de la Generalitat, se conmemoraba el día de la Constitución en el Palau de la Generalitat la tarde anterior con una recepción con representantes de la sociedad catalana, dirigentes políticos y autoridades militares y eclesiásticas. La recepción se celebró incluso en diciembre del 2003, siendo Pujol president en funciones. Ese año se cumplía el 25.º aniversario de la Carta Magna y el rey Juan Carlos la había presentado en el Congreso –en ausencia de Pujol– como “abierta y flexible”.
La recepción en Palau era, según Pasqual Maragall, oscura y deprimente, así que cuando el exalcalde de Barcelona llegó a la presidencia quiso darle lustre a la efeméride. Maragall tampoco acudiría a los festejos anuales en las Cortes, pero se sacó de la manga una declaración institucional. Pidió que se respetara el “espíritu inicial” de la Carta Magna y que “las nacionalidades sean nacionalidades, y las regiones, regiones”.
Al fin y al cabo, pedía que Catalunya fuera reconocida como comunidad nacional, pero con la reforma del Estatut, Catalunya no pasó de ser una nación –reconocida por el Parlament– en el preámbulo. Y llegó el virus de la desafección… Incluso antes de la sentencia del Tribunal Constitucional.
Han pasado diez años desde que José Montilla, también como presidente de la Generalitat, lanzara la voz de alarma en los salones del hotel Ritz de Madrid, pero aquella Constitución “abierta y flexible” que homenajeaba el hoy Rey emérito se aleja cada día más de la necesaria reforma.
Se aleja por la falta de convencimiento del presidente del Gobierno y del PP, que prefiere una Carta Magna famosa por su artículo 155 antes que ponerse al frente de un proyecto reformista que sabe dónde arranca pero no cómo acaba. Y porque a nadie se le escapa que Mariano Rajoy anda algo escaso de sensibilidad hacia las singularidades nacionales que vendría bien reconocer.
Se aleja porque los intentos del PSOE de convertir ese reformismo en la solución para la crisis catalana se han visto superados porque en sus propias filas hay quien entiende la igualdad socialista como uniformidad.
Se aleja porque, también con el pacto del PP-PSOE-Cs sobre el artículo 155, Podemos ha visto cómo se desvanece por ahora la alternativa de cambio de izquierdas en España. Se aleja porque Ciudadanos ha encontrado en las encuestas del 21-D la espoleta para comer terreno al PP más allá de Catalunya y ahora lo principal es no cometer errores.
Y se aleja porque la determinación del independentismo, de Estremera hasta Bruselas, no pasa ya por sucumbir a un nuevo café para todos, sino por el reconocimiento bilateral del problema catalán. ERC y el PDECat no participarán en el Congreso en la comisión sobre el modelo territorial y sin presencia de los representantes de la mitad de los catalanes no hay reforma inclusiva de la Constitución que valga.
Las candidaturas de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras se presentan a las elecciones con una disyuntiva como principal argumento: “democracia o 155”, que es tanto como decir “democracia o Constitución”. Aunque se acate desde prisión y se rubrique ante el Tribunal Supremo el compromiso de participar en política siguiendo el marco legal vigente. En sus programas electorales no se prevé el despliegue de la república catalana proclamada simbólicamente el 27 de octubre, sino la restitución de las instituciones catalanas, intervenidas el mismo día, reconocidas en la Constitución y mucho antes.
Y cuanto más urge la reforma, más lejos parece, y la apropiación partidista del texto se convierte en algo tan oscuro y deprimente como la recepción que organizaba Pujol para conmemorarlo.
El independentismo plantea un “democracia o 155” que es como decir “democracia o Constitución”