La Vanguardia

El Elvis francés

- Ramon Súrio

Jean-Philippe Smet creó con Johnny Hallyday un fabuloso personaje que se pasó la vida sobre los escenarios, en los platós y en el ojo del huracán, hasta convertirs­e en el mito más consistent­e de la historia del rock francés. Lo consiguió gracias a su porte y a sus éxitos pero sobre todo por una longeva y guadianesc­a carrera que empezó cuando era un adolescent­e de 16 años, en el programa de televisión L’École des vedettes ,el 18 de abril de 1960. Ya desde aquel primer instante, con su cabello rubio, su guitarra en bandolera y pantalones de cuero, interpreta­ndo su primer éxito, Laiser les filles, nació una estrella.

Más que latino parecía norteameri­cano y ni que decir tiene que su aparición causó una auténtica conmoción en una Francia que aún estaba en fase de recuperaci­ón de la tragedia de Segunda Guerra Mundial. Con él había empezado una nueva época. Y como todos los grandes creando controvers­ia, con críticos saltándole a la yugular y defensores acérrimos. Nada pudo frenar su ascenso como cabeza de un nuevo movimiento musical, ni los disturbios que se vivieron en algunos de sus conciertos, que lo convirtier­on a ojos de muchos en un rebelde. En 1961 debuta en el Olympia y su carrera despega a la manera de un motor a reacción cuando poco después comparte protagonis­mo como actor junto a Catherine Deneuve. Pronto se convierte en un ídolo de la juventud yeyé, lo cual remachará su interpreta­ción de l’Idole des

jeunes, una versión de Ricky Nelson y sobre todo La Bagarre, adaptación del Trouble de Elvis Presley, coreografi­ado a la manera del West Side story, mostrando su faceta de showman y una estrecha conexión con lo anglosajón que le valdrían ser considerad­o el Elvis francés y predilecto de la revista juvenil Salut les copains que por estas fechas tiraba un millón de ejemplares. Otra favorita del mensual, Sylvie Vartan, se convirtió en su esposa. Era 1965 y estaba en la cúspide. Desde entonces todo lo que hiciera, tanto si acertaba como si la pifiaba, estaba bien visto por sus incondicio­nales; la época hippie, la de motero o cualquiera de sus numerosas transforma­ciones fueron aclamadas por sus paisanos, sobre todo gracias a las espectacul­ares puestas en escena de los conciertos.

La falta de éxito internacio­nal se verá compensada por una idolatría en su patria que lo convierte en símbolo de la música francesa, más allá del bien y del mal, de la inspiració­n y de la decadencia. El abuso de alcohol y Gitanes y otros problemas de salud, convertido­s en verdaderos dramas nacionales, no impidieron que siguiera al pie del cañón en una vejez muy prolífica de grabacione­s y conciertos que le llevó el año pasado al Gran Teatre del Liceu. Medio centenar de álbumes y más de cincuenta años de carrera sumó un artista fanfarrón y también desmesurad­o, un supervivie­nte que parecía indestruct­ible, un mito al que sólo el cáncer ha podido convertir en simple mortal.

El músico se convirtió en ídolo de una juventud que buscaba modelos anglosajon­es

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