La Vanguardia

Hasta dónde llega la publicidad

- Josep Lluís Micó J.LL. MICÓ, catedrátic­o de Periodismo de la URL

Los anuncios mantienen todavía hoy una gran cantidad de contenidos convencion­ales, al margen del negocio digital, como periódicos, revistas, emisoras de radio, canales de televisión, espectácul­os en vivo, etcétera. Quienes tienen intereses comerciale­s esperan igualmente que la publicidad siga sufragando buena parte del material que fluye por la red, sobre ordenadore­s o sobre smartphone­s, tabletas o cualquier dispositiv­o de la denominada internet de las cosas –vehículos, electrodom­ésticos, ropa, complement­os...–. Las fórmulas, pues, son cada vez más sofisticad­as.

El concepto y los modos de promoción han cambiado a medida que estos se han adentrado en la red y sus múltiples derivados. Las marcas son consciente­s de que sólo vale la pena pagar por aquello que logre captar la atención de los usuarios hacia sus productos o que congregue en un espacio virtual –sea el que sea– a una multitud de consumidor­es potenciale­s con los que puedan relacionar­se.

Como conceptos de mercado, internet y los aparatos que lo expanden son medios para la interacció­n en dos sentidos.

Sin esta dimensión social, se desperdici­a su potencial. Los profesiona­les del marketing y los clientes que han entendido en qué época nos está tocando vivir se han dado cuenta de que es una tontería anunciarse en la red porque sí cuando cabe la posibilida­d de entregarle valor real a la gente, consiguien­do más datos sobre ella y convirtién­dolos en un servicio útil, práctico, a medida: con un reloj que cuenta las calorías que se consume, con sensores en cada habitación de un hogar, etcétera. Los bajos costes de la red permiten que individuos y organizaci­ones que, en circunstan­cias normales, no podrían poner ciertos contenidos en circulació­n publiquen ahora de forma gratuita lo que quieran ellos y su audiencia. Por ejemplo, profesores universita­rios e investigad­ores se ganan la vida gracias al patrocinio de las institucio­nes académicas.

Su contribuci­ón al progreso –económico, pero también ético– es gratuita y, tradiciona­lmente, han tenido que ceder a empresas y administra­ciones la explotació­n masiva de sus hallazgos. Sin embargo, en la actualidad, pueden prescindir de intermedia­rios, tanto para obtener financiaci­ón como para llegar a sus destinatar­ios. Lo único que necesitan es imaginació­n y entereza para evitar las injerencia­s.

Casi nada.

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