Picapiedra team
Dos ejemplos de actitud en el banquillo: Pep Guardiola y Ernesto Valverde. El nuestro es Valverde y debemos defenderlo, aunque ayer el equipo pareciera sufrir intermitencias diésel que bloquean su capacidad de acelerar y ser contundente. La estoica sobriedad de Valverde es el espejo del realismo actual, con jugadores por debajo de su nivel que obligan a otros a compensarlo. La defensa también sufre, pese al empuje de un Piqué al que le toca superar la aureola de intromisión en su vida privada que le persigue y la incógnita de un Vermaelen que juega con un cronómetro conectado al cerebro de muchos culés, que tocan madera para que no se lesione. No sabemos si Valverde combate las dificultades huyendo del victimismo (por las lesiones o las limitaciones de la plantilla) o si nos está contagiando una seriedad de esencia filosófica.
En Manchester, en cambio, Guardiola exhibe el entusiasmo que le conocemos y saca petróleo de sus principios, tanto futbolísticos como políticos, con la fe y la gestualidad de quien se siente cómodo bajo los focos. Motivado por las consecuencias del buen juego, ya no cae en las trampas de Mourinho sino que las convierte en viento a favor. Guardiola es enfático por definición y, en la pasión, eso motiva a sus jugadores y a una afición que está viviendo una especie de inversión térmica sentimental que desmiente algunas verdades absolutas sobre la lealtad y la rivalidad.
Pero volvamos a Vila-real. De entrada el partido nos ofreció una parada sensacional de Ter Stegen, la persistente interferencia del clásico idiota del láser y dos balones al palo. El idiota del láser es alguien que, con premeditación, decide acudir al campo con un láser para fastidiar a los jugadores. Eso da sentido a su vida y lo sitúa al mismo nivel que los que, cuando los jugadores rivales se acercan al córner, los insultan. La parada de Ter Stegen es para enmarcar. Hoy no resulta fácil distinguir una buena parada de una convencional. En la épica narrativa que acompaña a los partidos a veces se exagera el valor de algunas paradas. Ya no hablo de la fórmula “sacar una mano increíble”, una expresión discutible ya que, en principio, la mano ya la tenía, sino de la necesidad de amplificar como gesta lo que a menudo sólo es un gesto normal.
No sé si el partido fue normal, pero el realismo de quienes tienen que picar piedra quedó encarnado en un Suárez que supo rebelarse contra sus propios fantasmas para encauzar una victoria muy relevante. Y tampoco pudimos echar de menos a Mascherano porque el argentino está lesionado y ya pertenece a los jugadores que se quieren ir. Un buen amigo periodista define a Mascherano como
agonías por la facilidad con la que se fustiga con explicaciones espirales que tienden a cierto lloriqueo autocrítico. Debe de ser el jugador más locuaz de la historia del club. Pero su salmodia tiene efectos reparadores sobre el ánimo colectivo, dignifica la imagen de la institución y desmiente el cliché, basado en hechos reales, según el cual los futbolistas no saben expresarse. Hace años, en un artículo temerario, el escritor Jaime Bayly escribía que los argentinos tienen respuestas para todo, incluso cuando no entienden las preguntas. Y que no importa si lo que dicen no tiene sentido porque precisamente cuando te das cuenta de que no lo tiene es cuando comprendes que el encanto y el embrujo de la locuacidad argentina no es racional y que lo importante es que hablen sin ninguna contención y tengan opiniones sobre todo, y que si estas opiniones son enfáticas, torrenciales o atrabiliarias, mejor.
El peligro de generalizar sobre los argentinos es que en el mismo equipo de Mascherano juegue Messi, que es la prueba empírica de que la naturaleza compensa cada exceso con un exceso simétrico. La locuacidad de Messi es silenciosamente infinita, y ninguno de los relatos de sus continuas heroicidades le llega a la suela del zapato (Adidas) a la sabiduría que contiene su juego. Con la misma autoridad con la que defiende su jerarquía, Messi ya ha dictado sentencia y Mascherano ya tiene autorización para irse. Su rendimiento ha sido óptimo. Gracias a Guardiola descubrió virtudes que ignoraba que tenía y aportó un plus de compromiso que decidió eliminatorias y fortaleció la musculatura intangible del vestuario. Si yo dirigiera la comunicación del club, sin embargo, tendría una duda. ¿Hay que permitirle despedirse de la afición con una conferencia de prensa en la que nos agote con explicaciones y flagelaciones retrospectivas, o ya nos damos por recíproca y eternamente agradecidos?
Motivado por las consecuencias del buen juego, Guardiola ya no cae en las trampas de Mourinho
Gracias a Guardiola, Mascherano descubrió virtudes que ignoraba que tenía