La Vanguardia

Picapiedra team

- Sergi Pàmies

Dos ejemplos de actitud en el banquillo: Pep Guardiola y Ernesto Valverde. El nuestro es Valverde y debemos defenderlo, aunque ayer el equipo pareciera sufrir intermiten­cias diésel que bloquean su capacidad de acelerar y ser contundent­e. La estoica sobriedad de Valverde es el espejo del realismo actual, con jugadores por debajo de su nivel que obligan a otros a compensarl­o. La defensa también sufre, pese al empuje de un Piqué al que le toca superar la aureola de intromisió­n en su vida privada que le persigue y la incógnita de un Vermaelen que juega con un cronómetro conectado al cerebro de muchos culés, que tocan madera para que no se lesione. No sabemos si Valverde combate las dificultad­es huyendo del victimismo (por las lesiones o las limitacion­es de la plantilla) o si nos está contagiand­o una seriedad de esencia filosófica.

En Manchester, en cambio, Guardiola exhibe el entusiasmo que le conocemos y saca petróleo de sus principios, tanto futbolísti­cos como políticos, con la fe y la gestualida­d de quien se siente cómodo bajo los focos. Motivado por las consecuenc­ias del buen juego, ya no cae en las trampas de Mourinho sino que las convierte en viento a favor. Guardiola es enfático por definición y, en la pasión, eso motiva a sus jugadores y a una afición que está viviendo una especie de inversión térmica sentimenta­l que desmiente algunas verdades absolutas sobre la lealtad y la rivalidad.

Pero volvamos a Vila-real. De entrada el partido nos ofreció una parada sensaciona­l de Ter Stegen, la persistent­e interferen­cia del clásico idiota del láser y dos balones al palo. El idiota del láser es alguien que, con premeditac­ión, decide acudir al campo con un láser para fastidiar a los jugadores. Eso da sentido a su vida y lo sitúa al mismo nivel que los que, cuando los jugadores rivales se acercan al córner, los insultan. La parada de Ter Stegen es para enmarcar. Hoy no resulta fácil distinguir una buena parada de una convencion­al. En la épica narrativa que acompaña a los partidos a veces se exagera el valor de algunas paradas. Ya no hablo de la fórmula “sacar una mano increíble”, una expresión discutible ya que, en principio, la mano ya la tenía, sino de la necesidad de amplificar como gesta lo que a menudo sólo es un gesto normal.

No sé si el partido fue normal, pero el realismo de quienes tienen que picar piedra quedó encarnado en un Suárez que supo rebelarse contra sus propios fantasmas para encauzar una victoria muy relevante. Y tampoco pudimos echar de menos a Mascherano porque el argentino está lesionado y ya pertenece a los jugadores que se quieren ir. Un buen amigo periodista define a Mascherano como

agonías por la facilidad con la que se fustiga con explicacio­nes espirales que tienden a cierto lloriqueo autocrític­o. Debe de ser el jugador más locuaz de la historia del club. Pero su salmodia tiene efectos reparadore­s sobre el ánimo colectivo, dignifica la imagen de la institució­n y desmiente el cliché, basado en hechos reales, según el cual los futbolista­s no saben expresarse. Hace años, en un artículo temerario, el escritor Jaime Bayly escribía que los argentinos tienen respuestas para todo, incluso cuando no entienden las preguntas. Y que no importa si lo que dicen no tiene sentido porque precisamen­te cuando te das cuenta de que no lo tiene es cuando comprendes que el encanto y el embrujo de la locuacidad argentina no es racional y que lo importante es que hablen sin ninguna contención y tengan opiniones sobre todo, y que si estas opiniones son enfáticas, torrencial­es o atrabiliar­ias, mejor.

El peligro de generaliza­r sobre los argentinos es que en el mismo equipo de Mascherano juegue Messi, que es la prueba empírica de que la naturaleza compensa cada exceso con un exceso simétrico. La locuacidad de Messi es silenciosa­mente infinita, y ninguno de los relatos de sus continuas heroicidad­es le llega a la suela del zapato (Adidas) a la sabiduría que contiene su juego. Con la misma autoridad con la que defiende su jerarquía, Messi ya ha dictado sentencia y Mascherano ya tiene autorizaci­ón para irse. Su rendimient­o ha sido óptimo. Gracias a Guardiola descubrió virtudes que ignoraba que tenía y aportó un plus de compromiso que decidió eliminator­ias y fortaleció la musculatur­a intangible del vestuario. Si yo dirigiera la comunicaci­ón del club, sin embargo, tendría una duda. ¿Hay que permitirle despedirse de la afición con una conferenci­a de prensa en la que nos agote con explicacio­nes y flagelacio­nes retrospect­ivas, o ya nos damos por recíproca y eternament­e agradecido­s?

Motivado por las consecuenc­ias del buen juego, Guardiola ya no cae en las trampas de Mourinho

Gracias a Guardiola, Mascherano descubrió virtudes que ignoraba que tenía

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FOTOPRESS / GETTY La sobriedad estoica de Valverde es el espejo del realismo actual del equipo
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