La Catalunya que queremos
Después de cinco años de
procés, de agitación política extraordinaria y de gravosas consecuencias, sobre todo en el ámbito de la convivencia y de la economía, los catalanes acudiremos el próximo jueves a las urnas.
EL 21-D, como cualquier otra cita electoral, debería darnos un nuevo Parlament, un nuevo presidente de la Generalitat y un nuevo Govern. Pero, a diferencia de anteriores convocatorias, lo que esperamos de estes 21-D es ante todo una pacificación de la escena política y un avance de la razón sobre el sentimiento, así como una lista de prioridades en la que debería destacar la recuperación de la concordia social y la del tejido económico. Las encuestas nos anuncian que la participación podría superar el 80%. Lo cual es un indicador palmario de la importancia que la ciudadanía atribuye a estas elecciones. Y no es de extrañar, porque se celebran en una coyuntura que es lesiva para los intereses colectivos y que, por tanto, querrían superar.
En buena lógica, los partidos políticos deberían haber presentado unos programas en los que, además de enumerar medidas de gobierno, como de costumbre, nos expusieran sus estrategias para sacar a la sociedad catalana del atolladero al que la ha llevado el proceso independentista. En las que primara el espíritu de colaboración sobre el germen divisorio, y las manos tendidas sobre demonizaciones y vetos. Si no nos apresuramos a sanar y suturar heridas, no habrá un futuro mejor. Es hora de pasar página, de superar una situación de fractura abierta que imposibilita el progreso de los catalanes. Tanto de los que promueven la causa independentista como de los que no. Muchos de ellos ya saben a donde quieren ir. Pero los partidos que concurren a las elecciones no les han especificado cómo podrán hacerlo de su mano. Se han perdido en reproches mutuos y en cálculos sobre posibles alianzas, mientras relegaban aun segundo plano el debate sobre las políticas que más interesan al votante, ya sean educativas, sanitarias o asistenciales.
Un análisis general de los programas electorales nos indica que el eje nacional sigue dominando la escena. Y, dentro del eje nacional, la prórroga o no del proceso que nos ha traído a este presente cargado de incógnitas. Porque aun siendo un hecho incontestable que la autonomía catalana está sometida ahora al artículo 155 de la Constitución, según saben y asumen buena parte de los líderes independentistas, también lo es que otros sostienen que la república catalana ya fue proclamada y que bastaría con ir implementándola. Es comprensible que cada cual busque el color de la realidad a través de su cristal preferido. Pero es muy difícil avanzar cuando los distintos agentes involucrados en una situación pretenden imponer su idea de la realidad, pese a que sólo hay una realidad. Por desgracia, en eso estamos.
Para Junts per Catalunya, la candidatura que arropa a Carles Puigdemont, exiliado expresidente de la Generalitat, lo que conviene es seguir construyendo la república catalana, devolver a su cabeza de lista al Palau de la Generalitat y olvidarse del 155. Todo ello, dicen, priorizando el diálogo con el Gobierno español (que no aprueba los objetivos referidos en la frase anterior). Ya no hay en este programa, como en el del 2015, alusiones a fechas fijas para materializarlo ni a la vía unilateral. Como tampoco los hay en el de ERC, que apuesta por la negociación con el Estado para hacer posible “la plena independencia” de Catalunya y la articulación de la república. A su vez, los antisistema de la CUP optan por lo mismo, pero apostando por la desobediencia al Estado y por la unilateralidad que les caracteriza.
Si en el bloque soberanista se invita a proseguir por la tortuosa senda del procés, entre los que no forman parte de él sobresale la idea opuesta. Para Ciudadanos habría que acabar con este proceso iniciado en el 2012 y, de paso, suprimir las estructuras de Estado del independentismo. Esto último es posible. Pero una cosa es desarmar tal aparato y otra es hacer desaparecer como por arte de magia el sentimiento independentista que anida en parte de los catalanes. Las soluciones expeditivas de parte –ya se vio– pueden ser de efecto bumerán.
Las dos formaciones restantes, PSC y Catalunya en Comú-Podem, buscan cada una a su manera un equilibrio. Para los socialistas, es prioritario recuperar el consenso y la confianza, mediante una reforma federalista de la Constitución, y por supuesto favorecer la recuperación de la convivencia y de la economía. También para Catalunya en Comú-Podem, que se aparta tanto de la DUI como del 155, deberíamos ser capaces de reflotar la convivencia y la economía catalanas.
El proyecto soberanista ha presidido los últimos cinco años. Es preocupante que siga imperando y que lo haga en clave de confrontación y no de vuelta a la concordia. Todos los partidos han nombrado ya a los rivales con los que no piensan pactar en ningún caso, ya sea para permitir investiduras o para formar coaliciones: la representación gráfica de ese cruce de vetos parece una madeja muy enredada. Algunos partidos han dedicado más tiempo a proclamar sus incompatibilidades que a exponer planes de sinergia. Y los pocos que se han atrevido a buscar sintonías han recibido fuego graneado. El caso del PSC es paradigmático. La inclusión de democristianos en sus listas le valió a Miquel Iceta todo tipo de reproches, procedentes incluso de las viejas filas convergentes, tanto tiempo asociadas a Unió Democràtica. La propuesta de Iceta –un guiño conciliador– de indultar a los independentistas si fueran condenados por el Supremo ha sido torpedeada desde Madrid. Estos ensayos bienintencionados han suscitado improperios en ambos lados del arco político.
Hay más. Miembros destacados de algunas candidaturas en liza están dedicando la campaña a negar, de modo inconsistente, la condición de demócratas de sus rivales. Y todo eso se hace, a menudo, desde posiciones irrespetuosas con la ley, sin la cual la democracia no existe. Abunda la inquina, siempre prescindible, y escasea el afán de entendimiento, ahora imprescindible.
¿Es esta la Catalunya que queremos? Desde luego que no. Queremos una Catalunya en la que las fuerzas políticas electas se apliquen, cuanto antes, en la recuperación de la convivencia y de la economía. Y en la que el independentismo sea una opción legítima, pero no un manto bajo el que ocultar una gestión política irresponsable, fallida e irrepetible. Queremos una Catalunya en la que los partidos se olviden del tacticismo y empleen los pocos días que restan de campaña para ofrecer a los electores, con la mayor transparencia posible, lo que les han negado hasta ahora.
Es decir, palabras claras sobre sus intenciones para después del 21-D, sobre sus posibles alianzas –que no vetos–, sobre sus prioridades de acción y sobre su compromiso con la ciudadanía, no ya en pos de otro marco institucional, sino de una gestión impecable de la cosa pública.