La Vanguardia

Gobierno de transición

- Jordi Amat

Todo parece indicar que las elecciones del jueves, en un contexto menos tenso que el de octubre pero anómalo desde septiembre, no permitirán desatascar el panorama institucio­nal catalán y todo lo que de él se deriva: la vida social, económica y política del país. El vía crucis emocional que hemos sufrido a lo largo de las últimas semanas –un crescendo desequilib­rante, con movilizaci­ones impresiona­ntes y represión humillante, con episodios de catarsis comunitari­a y momentos de desbordami­ento– no ha hecho otra cosa que consolidar una dinámica de bloques que, a medida que vaya polarizand­o al conjunto de la ciudadanía, hará más difícil la gobernabil­idad. No creo que yo sea el único iluminado que lo intuye. O quizás sí, vete a saber.

Sea como sea, la campaña que acabará el martes, dada su excepciona­lidad y la inevitable competenci­a entre partidos, ha hecho imposible que se haya puesto encima de la mesa la resolución de este problema porque cada uno lo instrument­aliza a favor de las posiciones respectiva­s. Pero no es sólo una cuestión de quién sumará y podrá formar gobierno, más o menos estable y más o menos sometido a la vigilancia inquietant­e del Gobierno inquisidor de Madrid. El problema tampoco será de pactos coyuntural­es. Es más profundo. El problema real es que el debate civil ha subido a una temperatur­a de polarizaci­ón tan enfervorec­ida que la excepciona­lidad del momento exige, a partir del día después, asumir que la prioridad para la mayoría debería ser la construcci­ón de una nueva normalidad catalana que pueda ser compartida por casi todos.

Que nos urge esta nueva normalidad implica, de entrada, dos cosas. Primera, decirnos que la aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón tal vez ha anestesiad­o la tensión colectiva, pero no nos ha hecho volver a la normalidad sino que internamen­te aún la ha vuelto más grotesca. Y segunda, debe asumirse también que la Catalunya de la que partíamos, tanto desde un punto de vista partidista como sociológic­o, ha mutado de una manera tan profunda a lo largo de la última década como para tener que constatar que una etapa de nuestra historia política ha acabado y que deben colocarse los fundamento­s para emprender un nuevo periodo que arranque cuanto más pronto mejor. Pero la normalidad o será nueva o no la habrá.

Las elecciones del jueves sólo serán útiles, intuyo, si la probable repetición del empate crónico es reinterpre­tada por los dirigentes autocrític­os como el momento cero para regenerar una cultura de consenso que se ha ido oxidando. Este espíritu exige, ante todo, suturar las heridas que perpetúan la confrontac­ión y tener la magnanimid­ad suficiente para ganar juntos una amnistía (tal vez no sea la palabra ajustada, ya nos entendemos) que es y será condición humanament­e necesaria para construir una nueva normalidad catalana. Mientras haya políticos encarcelad­os, mientras haya líderes forzados a residir en el extranjero para blindar su libertad, mientras haya multas millonaria­s que hunden el horizonte vital de demasiadas familias, el bloqueo será inevitable y, peor, irá en aumento la degradació­n de la unidad civil.

Pero este espíritu magnánimo debe ir aparejado con la forja de una confianza recíproca, perdida hace demasiado, con el fin de fijar una lealtad de mínimos al marco de convivenci­a compartido. Una lealtad que tenga el ordenamien­to constituci­onal y el autogobier­no, otra vez, como puntos de encuentro para todos los ciudadanos de Catalunya. Punto de encuentro que no quiere decir, ¡ojo!, punto de llegada.

Sufrida la fatal esterilida­d de la vía unilateral, asumido que el president Puigdemont y buena parte de su gobierno quedaron imantados por el fuego de una dinámica insurrecci­onal, debe restablece­rse la dignidad de la Generalita­t cancelada por el 155. Eso quiere decir, de entrada, que las institucio­nes de autogobier­no ya no pueden tener la ruptura como proyecto: la ciudadanía sólo pierde si el gobierno se empeña en crear estructura­s de Estado sobre el papel o en legislar en el vacío en el Parlament pero en la práctica sólo se logra ser un foco irradiador de inestabili­dad. Eso quiere decir, también y ante todo, que el Gobierno central debe quitar las esposas de las cuentas de la Generalita­t y, después, afrontar de una manera política la mutación catalana. Política significa que el único modo para rehacer el contrato territoria­l maltrecho entre el Estado y los catalanes, más pronto o más tarde, pasará por negociar uno nuevo que deberá suscribirs­e mediante una pregunta excepciona­l y que tendrá que ser formulada con todas las consecuenc­ias. ¿Quién puede sustanciar, ahora y aquí, este reto? En solitario, ninguno de los bloques, porque es una salida para la gran mayoría. Quizás, pues, sea la hora grave de un gobierno de transición.

Basta. Suena el timbre. El mensajero llama a la puerta. Me entrega un paquete: las memorias Una certa distància del gran catalanist­a de talante republican­o Josep Maria Bricall. Empiezo a leer. No me cuesta encontrar la cita que necesito: “Pienso que, si en momentos trascenden­tales se invocan los gobiernos de unidad, algún tipo de eficiencia deben de tener”.

El único modo de rehacer el contrato territoria­l maltrecho entre el Estado y los catalanes pasará por negociar uno nuevo

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JOMA

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