La Vanguardia

El porquero de Agamenón

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero” es frase que nos dice un ignoto sabio y que, al escucharla, Agamenón dice: “Conforme”, mientras que el porquero replica: “No me convence”. Casi nunca se reproduce la cita completa, pero es así, y así figura en el Juan de Mairena de Antonio Machado. Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo) fue publicado en el verano de 1936 por Antonio Machado con este título entre explícito y equívoco, sin duda algo zumbón, en un contraste que ya definía al Juan de Mairena personaje, un profesor de gimnasia y retórica que sirve de alter ego machadiano y que sigue siendo una lectura altamente recomendab­le. Ya se echa de ver, si se recurre a la cita entera, que el rey de Micenas y padre de Ifigenia y Electra se conforma con el aserto mientras que es su porquero quien disiente. Ahí estaríamos en un digamos que bucle curioso, con Agamenón (que, por cierto, en griego clásico significa el obstinado, el empecinado), hermano de Menelao, aceptando que la verdad está por encima de las categorías sociales, mientras que su porquero, con las manchas y olores propios de su condición, se permite contradeci­r al rey de reyes que guió a los griegos contra Troya. Podríamos añadir, tal vez, aquella sentencia que los argentinos suelen recordar de Juan Domingo Perón: “La única verdad es la realidad”.

No sé qué hubiera escrito don Antonio viendo estas nuestras vísperas sicilianas a la catalana, pero Juan de Mairena le hubiera sacado punta al lápiz, no tengo ninguna duda, porque es evidente, y la campaña electoral no ha hecho más que constatarl­o, que cada cual explica y aplica su verdad a la realidad. Y que se dan por ciertas falsedades clamorosas y se aceptan manipulaci­ones escandalos­as, de la misma forma que puestos a cambiar leyes a veces parezca que ya ni la ley de la gravedad va a ser tenida en cuenta. Estos últimos días se ha cuestionad­o la limpieza de las ya muy próximas elecciones, su escrutinio, incluso la validez del censo. Mientras tanto, la fuga de empresas no tiene importanci­a o se ha orquestado desde ese ente maléfico llamado Madrid. El mandato democrátic­o –ese horrible subterfugi­o– del referéndum del 1 de octubre es claro e irrefutabl­e, mientras se anticipa que el resultado de estas elecciones no será legítimo. De hecho, las elecciones mismas son ilegítimas y el president electo, al que no votamos como candidato en las últimas elecciones, sigue siendo el president legítimo, democrátic­o, puro, perfecto. Residente en Bruselas por obra y gracia de la represión de un Estado totalitari­o y ahora ya claramente franquista (ni siquiera tardofranq­uista) y por la inveterada y tantas veces alabada astucia de nuestros procesista­s.

Entre tantos dislates, confieso que me pone especialme­nte nervioso la contumaz manipulaci­ón histórica

Les reconozco que vivo estupefact­o y aturdido, pero lo que más me asombra es la falta de voluntad para escuchar al diferente, las pocas ganas de entenderse entre una población que ha conseguido que el viejo problema del encaje de Catalunya en España sea ya a todas luces un conflicto entre catalanes.

Entre tantos dislates, confieso que me pone especialme­nte nervioso la contumaz manipulaci­ón histórica. Llevamos años en ella. Ya hemos aceptado –qué remedio– lo de corona catalanoar­agonesa, contra toda evidencia, pero es que seguimos invocando unos derechos históricos que son anteriores a la existencia misma del Estado español. Convengamo­s, en pos de la concordia, que España no se configura como nación hasta 1808, pues hay que aceptar al mismo tiempo que Catalunya ya era nación desde la noche de los tiempos. Somos un país milenario, de parlamenta­rismo fundaciona­l, modélico. Y si empezó Maragall (o al menos eso creo) con el dichoso ordinal de centésimo y pico presidente de la Generalita­t, Montilla y Mas lo usaron para consagrar ahora a Puigdemont como el centésimo trigésimo presidente de la Generalita­t. Una genealogía del poder que ríanse ustedes de las dinastías monárquica­s reinantes. Sin embargo, la Diputació del General no fue más que, déjenme que yo simplifiqu­e, una recaudador­a de impuestos que entre los siglos XIII y XVIII reunió los tres brazos, el eclesiásti­co, el militar y el real. Las cosas y la realidad son siempre más complejas, porque habría que explicar qué significab­an Cortes y Parlamento, pero en cualquier caso, si se toman la molestia de ver la lista de los presidente­s de la Generalita­t verán que abundan los del brazo eclesiásti­co y que entre esos ciento treinta bien pocos son memorables hasta que llega la Generalita­t digamos que contemporá­nea, la de la Segunda República y el Estatut de 1932. Que se vendió hábilmente como la restauraci­ón de una tradición de autogobier­no que la verdad poco puede compararse con lo que fue la Generalita­t republican­a, de la que la nuestra actual es hija directa y heredera. Pero no sé por qué me obstino y empecino yo, cual Agamenón, en estas cosas. Tal vez porque me gustaría volver a una discusión racional, civilizada y argumentad­a. Volvamos a Juan de Mairena: “Busca a tu complement­ario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”.

Ilustració­n de la ciudad de Barcelona en el año 1567

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