La Vanguardia

Johnny Hallyday

- JOAN DE SAGARRA

En la madrugada del 6 de diciembre fallecía en París Johnny Hallyday. La noticia de su muerte se hizo pública cuando el presidente Emmanuel Macron se disponía a viajar a Argelia en una visita –“de trabajo y de amistad”– de doce horas. La televisión argelina se preguntaba si el presidente anularía o no la visita. No la anuló, pero el bueno de Johnny, como era de prever, acabó por merendarse la visita del presidente: llegada la hora de las preguntas, los periodista­s se olvidaron de Argelia y la muerte del viejo rockero se convirtió en el único tema del día. “Era un artista al que quería mucho”, les dijo Macron. “Lo duro, esta mañana, no es la noticia de su desaparici­ón, sino el hecho de que le creíamos invencible. Formaba parte de nuestros héroes, esos héroes necesarios, gracias a los cuales un país es un gran país”, dijo el presidente.

Al mismo tiempo que Emmanuel Macron hacía estas declaracio­nes en Argelia, Aurore Bergé, una joven diputada del partido del presidente, comparaba la emoción que la muerte del rockero despertaba entre los franceses con la que en su día causó la desaparici­ón de Victor Hugo. Comparació­n que, huelga decirlo, sentó muy mal a los diputados de la derecha (LR), los cuales le recriminar­on que se atreviese a comparar al autor de Los miserables con el de Ma gueule.

No era mi intención escribir una crónica sobre la muerte de Johnny Hallyday. ¿Por qué?

Pues porque jamás fue un cantante, un artista de mi devoción.

No es que a mí no me gustase el rock, todo lo contrario, pero no el suyo. Para mí y para muchos compañeros míos en aquel París de los años sesenta, Johnny era un beuglard, una especie de ersatz de Elvis Presley; un chaval que no se cansaba de berrear, de cantar a voz en cuello, sin ninguna gracia.

Pero, eso sí, Johnny ya tenía entonces millones de fans a los que les importaba un carajo lo que unos chicos pudiésemos pensar sobre la manera de cantar de su ídolo.

Si me he decidido a escribir sobre esa muerte, ha sido después de tragarme las cerca de 50 páginas que le ha dedicado L’Obs, si bien es cierto que ni Jean Daniel, ni su director, ni algunas de sus principale­s figuras se han dignado escribir sobre él. ¿Por qué, pues, ese medio centenar de páginas sobre Johnny Hallyday? Pues porque, quieras o no quieras, se trata de un fenómeno, de un héroe, que dice Macron, de la V República francesa, como el general De Gaulle o como Brigitte Bardot, un fenómeno que ha tenido el talento de irse renovando año tras año, hasta mantenerse a los 74 años, la edad de su muerte, como cuando debutó –mejor sería decir se apareció– en 1963, en la plaza de la Nation, en un recital en el que se esperaba a unos 2.000 fans y acabaron en 20.000. Un recital que terminó, como debía terminar, con una juventud enfrentada a la policía. Johnny Hallyday, aquel rockero de veinte años, se había convertido en el héroe de una juventud que no compartía la visión de Francia que tenían sus padres.

Pero entre aquel rockero de la Nation y el héroe del que hablaba el presidente Macron, ese héroe necesario, ocurrieron muchas cosas y Johnny acabó por convertirs­e en un héroe de la sociedad de consumo. El chico enragé de la Nation acabó por convertirs­e en amigo, copain, de los políticos de la derecha: Giscard d’Estaing –en 1974 apoyó su campaña presidenci­al–, Chirac, Sarkozy… Llegó un día en que el rock se acabó, se acabó la revolución y Johnny se convirtió en un artista oficial, por encima del bien y el mal.

Y lo más divertido del caso es que sus fans del principio le siguieron fieles, incondicio­nales, al igual que parte de sus hijos y de sus nietos. Y Johnny Hallyday parecía invencible, como decía el presidente Macron: el rostro no era el de antes, había envejecido, pero la figura, el tipo era el mismo. Se había convertido en una es- pecie de tótem vintage. Era una imagen popular –no populista– de la V República, como la Bardot cuando posó para la estatua de Marianne, de la República francesa. Ya nadie se metía con él –incluso cuando amenazó con largarse a vivir a Suiza por razones fiscales–, nadie criticaba sus canciones, su manera de cantar, y más de un germanopra­tino empezó a mostrar por él una cierta simpatía, sobre todo después de que Jean-Luc Godard lo hubiese escogido como estrella de su película Détective ,en el año 1985 (silbada aquel mismo año en Cannes).

El entierro del rockero no fue el de Victor Hugo, pero poco le faltó. Sarkozy, Hollande y Macron hicieron acto de presencia en la Madeleine y miles de fans, de todas las edades, inundaban las calles que rodean la iglesia. Su biógrafo, Daniel Rondeau (Johnny, 1999), habla de él como de un icono de la devoción popular, “entre de Gaulle y Tintin”, mientras sus canciones “nos hablan de un tiempo que se fue, definitiva­mente”.

Me agradaría sentir una cierta simpatía por el rockero, por el personaje, compartir esa devoción que millones de franceses sienten por él. Y que segurament­e se merece, como un buen futbolista, querido por todos, ricos y pobres, de izquierdas y de derechas. Pero, por desgracia, no lo consigo, y encima he tenido que tragarme tres páginas en las que me cuentan la estrecha relación del rockero con los Balkany, Patrick Balkany, el alcalde de Levallois, y su esposa, vamos, como si en vez de L’Obs se tratase del ¡Hola!. Y yo que me creía que la revista de Jean Daniel seguía siendo una revista seria.

Llegó un día en que el rock se acabó, se acabó la revolución y se convirtió en un artista oficial, por encima del bien y el mal

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BERTRAND GUAY / AFP Una imagen de Johnny Hallyday en febrero del 2016 en un concierto en París
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