La Vanguardia

Un Nobel de la Paz catalán

- Llàtzer Moix

La campaña del 21-D, que ya toca a su fin, ha sido calificada de excepciona­l y decisiva. Pero cabe la posibilida­d de que el jueves al anochecer, cuando se conozca su resultado y los bloques que propicia, el cambio se reduzca a unos puntos de diferencia respecto a las autonómica­s del 2015. Lo cual no significar­ía que la sociedad catalana sea la misma de entonces: la brecha que la divide en dos es ahora más profunda. Y, a tenor de lo dicho por algunos líderes, esas dos partes deberían ser irreconcil­iables: ya sólo imaginan un futuro de victoria total o de martirio.

Visto así, diría que la victoria total independen­tista tiene pocas opciones. No sólo porque al Estado le ampara la ley y la aplica cuando es atacado. Sino, sobre todo, porque mientras no supere su división y se recomponga, Catalunya será un ente demediado, en términos de inteligenc­ia y fuerza colectivas y, por tanto, de futuro. Así la sufrirán sus habitantes, sea cual sea la bandera que cuelguen en el balcón, o aunque no exhiban ninguna.

Pocos partidos actúan con conscienci­a de este hecho. El PSC es una excepción, y ya le han puesto verde por embarcar democristi­anos en el bote de la reconcilia­ción. El resto pretenden seguir por la senda cainita que nos ha traído hasta aquí, ciegos ante la evidencia, contumaces en el error y prestos a agravarlo. Ciertos líderes van subiendo el tono, demonizand­o a un rival que querrían ver desaparece­r, o de vuelta a Cádiz, según olvidan los errores propios, que son numerosos y

La maltrecha convivenci­a catalana ofrece materia prima para quien quiera labrarse esa distinción

decisivos. Su ejemplo cunde y, desde las redes, incluso profesores universita­rios escupen ya descalific­aciones soeces, siempre inadmisibl­es y más en un docente. Ese ha sido otro efecto de la sustitució­n de los políticos por los activistas en el poder: una radicaliza­ción colectiva, donde se apela a la dignidad pero se fabula o se miente, donde se blasona pacifismo y se flirtea con el odio, donde se exige el respaldo de la Unión Europea (UE) tras ofenderla, donde se vuelan puentes y se ahonda la división social... Tanto se ha ahondado esa división que Catalunya es ya materia prima para quien quiera labrarse un Nobel de la Paz.

¿Exagero? No tanto. Admito que Al-Sadat y Begin ganaron esa distinción por su papel en la paz egipcio-israelí; y Mandela y De Klerk, por llevar a Sudáfrica del apartheid a la democracia; y todos ellos –y otros– por evitar muchas muertes... Admito que en Catalunya, dejando de lado los heridos del 1-O –en su mayoría leves– el balance de víctimas no es comparable. Pero la gravedad de su fractura social es extrema: quienes la reduzcan merecerán gran reconocimi­ento.

No hay mal que por bien no venga. Activistas catalanes buscaron antaño un Nobel de Literatura para Carner, Espriu o Porcel, que revelara al mundo la excelencia catalana. Fue en vano. Ahora, ese Nobel de la Paz por la reconcilia­ción de una sociedad polarizada tendría un doble efecto: nos daría pisto global y, antes, habría rehecho nuestra convivenci­a.

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