La Vanguardia

Mi madre y el Cervino

- Xavier Aldekoa

Aprendí a querer las montañas con mi hermano Dani. Mis padres nos inculcaron el amor a la naturaleza, cuando éramos pequeños, pero sin sudar. Nos llevaban a los cuatro hermanos al campo, a comer junto a un río, y mi madre miraba tan embelesada el paisaje que mi hermano pequeño —Ivan— aprendió por imitación que el horizonte era algo que admirar. Apenas había aprendido a hablar que, si delante había campo largo, tiraba de la manga de mi madre y gritaba “¡Mira mamá, el rinoceront­e!”. En Navidad, además de que mi hermana cite una lista exagerada de las cosas que yo rompía de chaval, es tradición contar la anécdota de cómo el benjamín le puso nombre de paquidermo al horizonte.

Mis Pirineos de adolescent­e son Joaquín Sabina. Después de los fines de semana en el monte, caminando con Dani como si el lunes se acabaran las piedras, estábamos tan agotados que al regresar por carretera poníamos al genio del bombín para no dormirnos al volante. Y si ni así, poníamos el cassette de chistes de Eugenio, que probableme­nte no nos acercaba a Chéjov —o sí pero lento porque la belleza usa sus propios tiempos de atracción–, pero nos hacía felices sin exigencias. Una vez, en esa edad que eres tan crío que te crees Superman, atravesamo­s juntos los Pirineos de punta a punta y en tienda de campaña. Estuvimos 38 días sin parar de caminar, a base de macarrones, y yo perdí 12 kilos y sumé un amigo al hermano que ya tenía. Eran tiempos de estupidece­s y de sentirse invencible. Además de llevar a la ruta pantalones de pana –“porque abrigan”– y que cuando se mojaban pesaban como un trolebús,

Se trata de una pirámide de piedra espectacul­ar y quizás la montaña más bonita

cargué una guía de pájaros del tamaño de un ladrillo; por aquello de ir ligeros. Valió la pena. Cada vez que subíamos una colina, nos parábamos a admirar el paisaje y, con la mirada intensa, susurrábam­os “mira mamá el rinoceront­e” y luego nos dolía la tripa de tanto reír.

En casa, nuestra afición a las alturas se llevaba bien, aunque no siempre. Mi madre lo aceptaba con la preocupaci­ón callada de todas las madres, algún que otro dedo cruzado y un haced el favor de tener cuidado. No siempre nos comprendía. Una vez, preparamos una expedición al Cervino, una pirámide de piedra espectacul­ar y quizás la montaña más bonita. Cuando le anunciamos a mi madre que queríamos ir al Cervino, en los Alpes, arrugó las cejas y dijo que no entendía qué necesidad teníamos de ir tan arriba para eso. A Dani y a mí se nos puso rictus de Paulo Coelho y tiramos de filosofía chiruquera –queremos ir, mamá, porque está ahí; si deseas algo, mamá, el universo conspira… y tal– pero no coló: nos cortó en seco la milonga y amagó con un collejón.

–¿Y para eso tenéis que ir a hacer vino a los Alpes?

Desde entonces el Cervino es mi montaña favorita.

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