La realidad se impone
Unos han de admitir que en estos momentos no es posible la independencia; los otros, que el inmovilismo es un suicidio
Carles Casajuana escribe sobre el horizonte político catalán: “¿Qué camino queda? El del posibilismo. El de retroceder un poco para coger más impulso. Con los resultados en la mano, no hay duda de que el inmovilismo y el 155 no solucionan nada. Pero la unilateralidad, tampoco. La realidad es la que es. El soberanismo ha renovado la mayoría de escaños, pero no tiene mayoría de votos. Ninguno de los dos bandos cuenta con suficiente apoyo para imponerse al otro”.
Hace dos meses, el Govern de la Generalitat pedía una mediación. Por un camino muy distinto del deseable, se ha llegado a un arbitraje que no deja de ser el más lógico: el de los ciudadanos, que anteayer emitieron su veredicto.
Es un veredicto que contiene grandes dosis de ironía. El PP ha hecho un 155 como unas tortas: dieron un puñetazo en la mesa y se han quedado con menos de un tercio de los diputados que tenían. Ciudadanos ha obtenido una victoria brillante pero hueca: los escaños que tiene no suman con nadie. ERC impuso la división del soberanismo para convertirse en la primera fuerza y ha quedado tercera. Carles Puigdemont es el vencedor moral, pero la victoria le puede exigir grandes sacrificios.
No habrá una segunda vuelta, ni combinaciones matemáticas complejas. Ciudadanos no puede formar gobierno. Junts per Catalunya y ERC, sí. En la segunda votación, ni siquiera necesitan el voto favorable de la CUP. Les basta su abstención.
Carles Puigdemont y ERC tienen la palabra, pues. En la noche electoral, Puigdemont mantuvo el diapasón muy alto. En caliente, tal vez era lógico. Pero si quiere hacer un servicio al país y actuar como un hombre de Estado, ahora le conviene más bajarlo. Marta Rovira dijo hace unos días que quizás habría que tomar decisiones difíciles de entender. Tenía razón, y me parece que estas decisiones las entenderán los ciudadanos con más facilidad que los políticos.
El maximalismo es una vía muerta.
Ya lo hemos visto: no es bueno ponerse chulo, porque a chulo siempre gana Madrid (y le robo la frase a Joan Majó). La maquinaria del Estado es muy poderosa y el soberanismo no tiene votos suficientes para enfrentarse a ella.
El victimismo tampoco es un camino viable. Si el soberanismo no cambia el chip, podemos acabar en una situación tristísima, con el Govern de la Generalitat lamiéndose las heridas al compás masoquista del ya-veis-como-me-trata-Madrid, con el Gobierno central instalado en la reafirmación autoritaria del aquí-mando-yo y del selo-han-ganado-a-pulso y con Bruselas sin poder hacer más que mirar a otro lado. ¿Cuántas parejas no se sostienen durante años y años en la insatisfacción y el rencor? Psicológicamente, es una trampa. Si el soberanismo no sale de ella, volverá a fracasar.
¿Qué camino queda? El del posibilismo. El de retroceder un poco para coger más impulso. Con los resultados en la mano, no hay duda de que el inmovilismo y el 155 no solucionan nada. Pero la unilateralidad, tampoco. La realidad es la que es. El soberanismo ha renovado la mayoría de escaños, pero no tiene mayoría de votos. Ninguno de los dos bandos cuenta con suficiente apoyo para imponerse al otro. Empeñarse en conseguirlo es aplazar y agrandar el fracaso.
Hay obviamente una diferencia entre los dos. Según como se mire, el inmovilismo sí tiene suficiente apoyo: goza del apoyo del resto del Estado español.
A corto plazo, esto lo hace viable. Pero no a largo plazo. A largo plazo, gobernar Catalunya desde Madrid, con el apoyo del resto de España y con los votos en contra de la mayoría de los catalanes, equivale a abdicar a favor de la opción independentista.
El aparatoso descalabro del PP muestra que el españolismo gubernamental ha entrado en un círculo vicioso: como en Catalunya tiene pocos votantes, privilegia a los de más allá del Ebro. El resultado es que aún pierde más votos en Catalunya. Es una espiral que ha estado a punto de reducirlo a partido extraparlamentario. Albiol quizás no era un buen candidato, pero la culpa no es suya sino de los porrazos del 1 de octubre.
Sabíamos que la judicialización no contribuiría a la concordia y que no era la solución. Ahora se convertirá en un obstáculo. Pero no nos engañemos, la desjudicialización es muy complicada. Es como la pasta de dientes, que no hay quien la vuelva a meter en el tubo. Ojo con pedir imposibles.
En el mundo anglosajón, en situaciones así se suele citar la Law of Holes, la Ley de Hoyos: si estás en uno, deja de cavar. A todos les conviene cambiar de tercio. La única salida es el diálogo, un diálogo sin imposiciones. Unos tienen que admitir que en estos momentos la independencia no es viable. No hace falta que renuncien a ella. Basta que asuman que ahora no tiene suficiente apoyo y que, por tanto, deben conformarse con menos. Los otros deben entender que el inmovilismo y la vía judicial son un suicidio. Todos tienen que ceder.
No es cierto que haya dos Catalunyas totalmente separadas, impermeables la una a la otra. Si el Gobierno central estuviera dispuesto a discutir una propuesta atractiva para recuperar la adhesión de parte de los catalanes que votan a favor del soberanismo, el debate evolucionaría rápidamente. Ya no habría dos bloques sino tres, los independentistas, los partidarios de continuar como hasta ahora y los partidarios de sentarse y hablar. Todos tendrían que asumir riesgos. El pacto sería muy difícil, pero no imposible.