La Vanguardia

El largo adiós

- Carles Castro

De qué hablan los que votan cuando hablan de votar. Esta es la cuestión que no siempre logran precisar las encuestas. Sin embargo, la pregunta decisiva sería otra: en qué piensan los que votan cuando piensan en votar. Ese es el misterio que explica la decisión final. Y como esa decisión se produce cada vez más tarde –a veces el mismo día de la cita con las urnas–, la dificultad con los pronóstico­s no deja de aumentar. Por eso, el insignific­ante desgaste del soberanism­o y su capacidad para retener la mayoría absoluta en el Parlament, aunque augurado por muchas encuestas, ha supuesto una cierta sorpresa ante lo que se anunciaba como un despliegue inédito del voto no secesionis­ta, que ha impulsado una participac­ión récord.

La sorpresa, sin embargo, ha sido doble, ya que la remontada de un PDECat enfundado en la candidatur­a de Puigdemont como símbolo patriótico ha llegado al punto de batir a Esquerra, la formación favorita del soberanism­o hasta hace unas pocas semanas. El desenlace global, sin embargo, ha nacido de la combinació­n de dos factores. Primero, el independen­tismo aún conservaba alguna reserva de voto potencial (de casi 100.000 sufragios, hasta superar los dos millones que ya apuntó el ilegalizad­o referéndum del 1-O) y que ha echado el resto, activado sin duda por la suspensión de la autonomía y la política de “palos sin zanahoria” que practica el Estado. Y segundo: los contrarios a la independen­cia han cumplido sus promesas demoscópic­as de un voto masivo (con casi 300.000 papeletas más), pero no han sido suficiente­s para ampliar su espacio, neutraliza­r las distorsion­es de la ley electoral (que ha primado con hasta nueve escaños más a JxCat y ERC) y liquidar la mayoría absoluta soberanist­a.

Y esa es la realidad: un país partido en dos bloques prácticame­nte iguales, con una muy leve ventaja de los contrarios a la independen­cia (que se quedan a un suspiro del 51%), pero con un contingent­e independen­tista que resiste sólidament­e, con casi el 48% de los votos (tres décimas menos que en el 2015) y controla el Parlament. Y en ese escenario de bloqueo parece evidente que sólo un referéndum pactado en un marco de distensión política y social podría decantar con más clalismo ridad la ligera mayoría contraria a la independen­cia. El artículo 155 y la terapia judicial y carcelaria, en cambio, aparecen como un factor de congelació­n de las respectiva­s mayorías, lo que propicia estrategia­s de resistenci­a que dibujan un incierto y largo adiós.

Dentro del bloque soberanist­a destaca la insólita potencia electoral del relato de un exilio autoimpues­to que se justificab­a para preservar la legitimida­d catalana frente al “Estado opresor”. Ese relato ha funcionado como un gigantesco imán de las emociones y los símbolos, capaz de dejar atrás el enorme desgaste de los herederos del pujo- y desactivar las credencial­es de Esquerra como el histórico partido genuinamen­te independen­tista. Sin duda, el forzoso silencio carcelario de Junqueras y la fragilidad de sus representa­ntes en los debates explica también el éxito de Puigdemont (que se ha visto catapultad­o en escaños por su triunfo indiscutib­le en la circunscri­pción de Girona). En cualquier caso, el ex presidente ha conseguido convencer a muchos votantes potenciale­s de ERC del carácter taumatúrgi­co del voto a su candidatur­a, como un instrument­o capaz de obrar milagros: restaurar la república, devolver al president a su trono o incluso sacar de la cárcel a los dirigentes presos. Los sueños son un poderoso motor electoral en tiempos convulsos.

Más previsible ha sido el hundimient­o de la CUP, que se benefició en el 2015 de un voto huérfano coyuntural generado por la coalición JxSí. La prueba de ello es que entonces la alianza de CDC y ERC obtuvo el 39,6% de los sufragios y ahora la suma de JxCat y Esquerra suescaños pera el 43% y añade cuatro escaños más a su cómputo global. Mejor, pues, concurrir por separado. Y además, esa suma ampliada no es baladí, ya que las dos grandes formacione­s soberanist­as reúnen más (66) que las que no apoyan la independen­cia (65), y eso disminuye la dependenci­a de la CUP.

No menos previsible ha sido la victoria de Ciutadans dentro del bloque constituci­onal, aunque quizás no en la magnitud que se ha producido finalmente. Ahora bien, la aguda división que vive la sociedad catalana beneficia electoralm­ente a los extremos (es decir, a los partidos que defienden más, aunque no necesariam­ente mejor, las respectiva­s identidade­s) y reduce el espacio de las terceras vías. De hecho, un escenario que ya no conoce las cautelas de la transición a la democracia ha penalizado sin complejos a los partidos apaciguado­res (aunque más a los comunes que al PSC). Y la mejor prueba de la victoria de la identidad sobre la ideología (o sobre los retóricos “intereses de clase”) es que Cs es el primer partido en distritos humildes como Sant Martí o Nou Barris, pero también en enclaves acomodados como Les Corts o SarriàSant Gervasi. El nacionalis­mo (español o catalán) suele ser interclasi­sta (o, si se quiere, transversa­l).

Finalmente, el despegue que ha convertido a Cs en el primer partido no catalanist­a que gana en votos y escaños unas elecciones autonómica­s se sustenta sobre una paradoja que tiene algo de justicia poética. El partido que, desde su inmovilism­o granítico frente al maximalism­o secesionis­ta, más ha contribuid­o a la convulsa situación actual, negando cualquier salida viable (el PP de Rajoy), no sólo no obtiene ningún rédito electoral en Catalunya sino que se ve aplastado por su gran competidor en el espacio de centro derecha en el conjunto de España. Quien siembra vientos…

El despliegue electoral contra la independen­cia chocó con el imprevisto fondo de reserva del soberanism­o

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