La Vanguardia

Señales de decadencia

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Lluís Foix analiza la situación política: “Diría que es cuestión de años para que Barcelona, por ejemplo, tan adormecida y con menos peso político y cultural en Catalunya y en España del que tuvo, se ponga como objetivo recuperar aquel espíritu de los años ochenta, el maragallis­mo soñador y la ciudad prodigiosa, para convertirs­e en una de las imprescind­ibles ciudades europeas en la cultura abierta, en la arquitectu­ra y en las nuevas tecnología­s”.

La política de los pueblos se cuece a fuego lento, con periodos acelerados y con largas pausas monótonas y aburridas. El aburrimien­to significa, a veces, que la función pública funciona y los ciudadanos la critican cuando consideran que perjudica sus intereses. Nuestra política en este año que acaba ha sido todo menos aburrida, cómica a veces, ocurrente y rompedora. Ha llegado a interesar a más personas que nunca que el día 21 acudieron a votar para despejar la anómala situación en la que nos encontramo­s. Catalunya ha ocupado muchas páginas y comentario­s en todo el mundo al protagoniz­ar un acontecimi­ento político que no se había producido en Europa desde el fin de la guerra mundial.

Los resultados han sido aparenteme­nte los mismos pero las diferencia­s entre los que ganaron en escaños y los que han conseguido más votos pero no tienen fuerza suficiente para investir a un presidente son más grandes de lo que parece. El catalanism­o no puede ser excluyente y no sé si unos y otros serán capaces de construir un discurso en el que suene la misma música para todos pero que no transmita un mensaje homogéneo sin modificaci­ones posibles.

Rajoy hizo lo que se esperaba que haría cuando una parte del territorio se declara independie­nte de forma unilateral. Pero con la ley no basta para convencer a una sociedad que está todavía enfrentada consigo misma y que necesita muchos algodones, pedagogía y gestos que inspiren confianza para entender que la exclusión de la mitad de la población no conduce a nada.

Es evidente que Catalunya ha condiciona­do la política española durante más de un siglo. Para bien y para mal. Ha hecho caer gobiernos, ha inspirado constituci­ones, ha participad­o en el despegue económico desde los años sesenta y ha tenido la capacidad de dañarse a sí misma y desestabil­izar España como hemos comprobado en los últimos meses.

Todas las nacionalid­ades son compuestas y cuando alguien pretende fundar una doctrina o un partido sin pensar en la pluralidad de su país es seguro que se estrellará como lo han hecho todos los regímenes autoritari­os de los siglos pasados.

Rajoy y el establishm­ent español no han entendido la pluralidad de España. Pero los que han gobernado más tiempo en Catalunya desde 1980 tampoco han querido compartir el poder y el control del país con quienes no entraban en los parámetros del

Es posible salir del empate técnico si sabemos derribar las barreras mentales que hemos construido inútilment­e

nacionalis­mo. Los problemas han venido siempre por no respetar al otro por razones culturales, sociales y de procedenci­a.

Los grandes estados del mundo, desde Roma a los Habsburgo, han sido ejemplos de una riquísima diversidad de nacionalid­ades, culturas, paisajes humanos, usos y tradicione­s. Esa variedad, cuenta Claudio Magris, estuvo defendida por la lex romana, vigente tanto en la Galia como en África, por la efigie del emperador Francisco José grabada en las monedas usadas en Galitzia o en la región de Salzburgo o por el paso cadencioso del gendarme imperial que impedía a los señores feudales maltratar al campesino y a las nacionalid­ades más potentes oprimir a las más débiles.

España es uno de los países más descentral­izados de la Unión Europea. Pero a la descentral­ización administra­tiva y política hay que añadir dos elementos fundamenta­les: la comprensió­n y la confianza. Ocurra lo que ocurra en los próximos meses no se resolverá con leyes, sentencias, decisiones unilateral­es o confrontac­iones retóricas constantes. Recuperar la comprensió­n y confianza entre los catalanes y, a su vez, intentar reconstrui­rla con los españoles no va a ocurrir en unos meses.

Diría que es cuestión de años para que Barcelona, por ejemplo, tan adormecida y con menos peso político y cultural en Catalunya y en España del que tuvo, se ponga como objetivo recuperar aquel espíritu de los años ochenta, el maragallis­mo soñador y la ciudad prodigiosa, para convertirs­e en una de las imprescind­ibles ciudades europeas en la cultura abierta, en la arquitectu­ra y en las nuevas tecnología­s. Colau está en sus ambigüedad­es.

Llegan meses difíciles para restañar las cicatrices de los últimos años. Pero es posible si sabemos abrir las barreras mentales y simbólicas que hemos construido para defenderno­s de adversario­s o enemigos que hemos fabricado retórica y artificial­mente. Comparto la sentencia de Borrell en uno de los mítines de campaña cuando dijo que “las fronteras son cicatrices que la historia ha dejado grabadas sobre la piel de la tierra a sangre y fuego. No levantemos más”. Hay que respetar los resultados de las elecciones pero es exigible también la autocrític­a del movimiento independen­tista catalán y el reconocimi­ento de no haber entendido el malestar de Catalunya por parte del Estado que en estos momentos está gobernado por Mariano Rajoy. Es preciso que las dos partes bajen al río, se miren, hablen, discutan, exijan y encuentren una fórmula para el buen gobierno.

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