La Vanguardia

El quiosco Palau

- Jordi Llavina

Faltan sólo cuatro días para que termine un siglo, que se dice pronto. No un siglo general, sino uno particular: el del quiosco Palau, sito en la calle de Sant Bernat, en el meollo de Vilafranca. Sí, dentro de cuatro días será el último en que Joan y Dolors van a abrir su tienda, tras cien años de negocio familiar ininterrum­pido, llevado siempre con gran profesiona­lidad por las mujeres de la casa. El último día en que Carme sustituya a su hermana por la mañana, mientras esta hace el reparto de los periódicos. Para mí, hoy es el último día en que podré comprar allí La Vanguardia, puesto que, mientras usted esté leyendo esto, yo estaré yendo para Segovia con mis hijos, y no regresaré hasta la Nochevieja.

Durante cuatro años fui vecino de esta tiendecill­a, en la que encuentras diarios y revistas, pero también figuritas del belén y adornos navideños, en esta época, o gadgets de la fiesta mayor y enseres de escritura, durante todo el año. El establecim­iento tiene un altillo donde, años atrás, se sentaba la madre del dueño, calentándo­se las manos ante una estufita. Cuando me instalé en la calle de Sant Bernat acababan de ocurrir las tragedias de las Torres Gemelas. Al día siguiente, me abastecí de diarios en el quiosco. Como soy incapaz de leer sin un lápiz en la mano, y de vez en cuando me olvido el mío en casa, aquí he comprado muchos: lápices de madera, de emergencia, de mina blanda. Para escribir en el margen del diario.

Porque la vida también es eso: lees algo terrible y tú garabateas cualquier cosa en el margen blanco del papel, acaso para tratar de invocar la esperanza.

¡Cuántas veces pedí a Lola: “¿Me dejas consultar algo?”! Buscaba, con cierto prurito, si había salido alguna crítica de mi último libro en una revista. Los domingos me gustaba coincidir con Jaume Berdoy, el sacerdote, que, como yo, iba a recoger su periódico. Falleció en febrero. Llevo doce años viviendo dos calles más allá, pero en el quiosco todavía me guardan el poema navideño de mosén Aragonès, a quien olvidé dar mi nueva dirección. Este año ha sido el primero en que no lo he recibido, puesto que el hombre murió en julio. En el albor de los 2000, mis hijos eran pequeños. Hace poco entré en el quiosco con mi hija menor, veinteañer­a, y vi la alegría de Joan y Lola al reencontra­rla. El 31 bajan para siempre la persiana. Pero su amistad no cierra ni se traspasa.

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