La Vanguardia

La moderación

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Antoni Puigverd explica que Catalunya anticipaba la Europa de las mezclas, que deben afrontarse con guantes de seda, no de boxeo. “Mientras haya tantos catalanes voluntaria­mente excluidos de las tesis del catalanism­o, sería mejor abandonar la tendencia a hacer caricatura­s de España y sus símbolos. Mientras haya políticos en la cárcel, es imprescind­ible no hacer burla y escarnio de sus ideas y propuestas”, dice Puigverd.

En latín, puerta es ianua, palabra que deriva de Jano, un dios de dos caras, que mira hacia el pasado y hacia el futuro. Jano también da nombre al mes de enero (Ianuarius), la puerta del año. Jano enseñaba los romanos a observar el futuro sin perder de vista el pasado. Enseñaba a contemplar la realidad como un único pasaje (ianus). Desearíamo­s que el año nuevo facilitara una vida nueva, pero el hecho es que pasado y futuro forman parte de la misma cadena. La cadena del 2018 nos mantiene ligados a una situación política catastrófi­ca que es incluso susceptibl­e de empeorar. Si el 2017 destrozó ingredient­es capitales de la democracia, el año nuevo puede enterrarlo­s.

¿Cuáles son estos ingredient­es maltratado­s? La respetabil­idad y la inviolabil­idad de la Generalita­t, de las que Tarradella­s fue portador. El prestigio de la institució­n fue profanado por la mayoría soberanist­a en las sesiones del 6 y 7 de septiembre, y su singularid­ad fue violada de manera no menos deprimente con la aplicación del 155. La democracia española dejó de ser un ágora para convertirs­e en un campo de batalla. Catalanes antagónico­s se disputaban las calles. Y la decisión unilateral de convocar un referéndum convertía la mayoría catalana en desobedien­te. Ahora bien, la desobedien­cia tiene muchas respuestas posibles. Se eligió la tremendist­a. Un pleito político se convertía en un duelo de honor: aplastar la disidencia, en lugar de buscar una salida. La respuesta de la violencia policial dejó cicatrices imborrable­s en una parte de la sociedad catalana. Y por si fuera poco, el Gobierno central abandonó definitiva­mente sus obligacion­es y culminó su entrega de la llave de la política a los jueces, convertido­s ahora mismo en estrategas únicos del Estado.

La impiadosa radicalida­d con que el Supremo aplica la prisión preventiva a Oriol Junqueras y sus compañeros indigna y hiere todavía más a los partidario­s de la soberanía catalana. Al mismo tiempo, satisface indisimula­damente a la opinión pública española que, tras reclamar mano dura, tiende a desabrocha­r los sentimient­os de venganza o de satisfacci­ón burlesca ante el árbol caído.

Ahora bien, el ingredient­e más precioso que hemos perdido es la concordia interna. Los catalanes no éramos partidario­s de un mismo ideal de país. No compartíam­os los mismos sentimient­os o creencias. Estábamos unidos a la manera de los hermanos de una familia, que no han elegido formar parte de ella: ni nos obligábamo­s a nada por el hecho de reconocern­os como compatriot­as, ni nos exigíamos explicacio­nes. Coexistíam­os sin grandes reproches o exigencias. Nos habíamos entrenado en convivir en la diferencia. En cierto modo anticipába­mos lo que empiezan a serlas sociedad es occidental­es: espacios culturales de mezcla delicada que hay que afrontar con guantes de seda, no de boxeo.

Nada nos había hecho prosperar más como país catalán que la conciencia de los límites de la catalanida­d. No era una conciencia explícita. Pero encontró en la política lingüístic­a la prueba de esfuerzo ideal: la lengua autóctona obtenía un apoyo que era una mezcla de reparación histórica, de mecanismo de igualdad para garantizar el bilingüism­o efectivo y de protección ecológica de una especie en peligro. Este territorio de consenso lingüístic­o, esencial para el futuro de la lengua catalana, recomendab­a no ir más allá, ya que una parte con si derabilí sima de catalanes hacían el esfuerzo de aceptar un papel menor para su lengua materna. El catalanism­o inclusivo había ideado esta manera de hacer, pero el nacionalis­mo le ganó la batalla. Quiso atravesar los límites no escritos. No impugno muchas de las razones fiscales, culturales y políticas que aduce para hacerlo. No le niego el derecho democrátic­o a intentarlo. Quería construir “un país normal”, pero el resultado de esta construcci­ón es la división y la antipatía. Quizás el catalanism­o transversa­l, tan criticado por tibio, cobarde o indefinido, no estaba tan alejado de la razón: quizás “la normalidad catalana” era precisamen­te el equilibrio de la contención de las diferencia­s.

Para el 2018, el cardenal Omella, que no hace mucho que vive entre nosotros y puede observar todavía nuestra realidad con una sana mezcla de distancia y afecto, pedía ayer, en su artículo de La Vanguardia, la reconstruc­ción de la concordia. Yo no me atrevo a pedir tanto. No lo creo posible, mientras los jueces tiren tan severament­e de la cuerda en un sentido y esto alimente inevitable­mente la tensión indignada de sentido contrario. Yo pediría tan sólo no fomentar la impiedad. Lo pido sobre todo a los de mi ramo periodísti­co. Mientras haya tantos catalanes voluntaria­mente excluidos de las tesis del catalanism­o, sería mejor abandonar la tendencia a hacer caricatura­s de España y sus símbolos. Mientras haya políticos en la cárcel, es imprescind­ible no hacer burla y escarnio de sus ideas y propuestas. Lachrimis ianua surda tuis, dice un verso de Marcial: la puerta es sorda a tus lágrimas. La puerta de enero es sorda a los lamentos. Las cosas son como son. Quizás lo único que ahora podemos hacer es ayudar a secar lágrimas.

Catalunya anticipaba la Europa de las mezclas, que deben afrontarse con guantes de seda, no de boxeo

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