Diez meses decisivos (o no)
Allan Lichtman, el académico que contra viento y marea predijo la victoria de Donald Trump en noviembre del 2016, se basó en una serie de complejos parámetros, pero, fundamentalmente, en el enorme peso de la alternancia política en Estados Unidos. En efecto, es muy extraño que uno de los dos grandes partidos controle la Casa Blanca durante más de ocho años, siendo lo normal que, al cabo de los dos preceptivos mandatos presidenciales de cuatro años cada uno, un candidato perteneciente al partido de la oposición resulte elegido presidente. En el 2016, tocaba republicano, aunque fuera Trump.
Tampoco es fácil que un presidente fracase en su intento de ser reelegido. De hecho, ha transcurrido más de un cuarto de siglo desde que George Bush padre se quedara en un solo mandato al perder las elecciones de 1992 ante Bill Clinton. Sin embargo, en aquella derrota tuvo un papel prácticamente decisivo que un candidato independiente, el empresario Ross Perot, obtuviera casi el 19%, dividiendo el voto conservador y propiciando la llegada a la Casa Blanca del joven gobernador de Arkansas.
Todo lo anterior sugiere, por tanto, que Donald Trump es el favorito para volver a ganar en el 2020, de manera que el Partido Demócrata debería esperar hasta el 2024 para recuperar el poder ejecutivo. Pero siendo Trump un presidente tan atípico y resultando tan atípica su victoria del 2016 –su rival le sacó casi tres millones de votos populares, y un desplazamiento de tan sólo 40.000 en tres estados habría otorgado la victoria a Hillary Clinton–, toda prudencia predictiva es poca.
Lo que nos lleva a las elecciones parciales del 6 de noviembre de este año, dentro de apenas diez meses. Entre otros muchos cargos, ese día se elegirá a la totalidad de la Cámara de Representantes y a un tercio del Senado e, inevitablemente, se pulsará la popularidad del polémico primer mandatario. Los precedentes de estos comicios no son muy halagüeños para el partido que ocupa la Casa Blanca. En 1994, los demócratas perdieron nueve escaños en el Senado y 54 en la Cámara Baja, transfiriendo el control de ambos órganos a los republicanos y dificultando notablemente la gestión de la Administración Clinton. En el 2012, con Obama en la Casa Blanca, sucedió un fenómeno similar, perdiendo los demócratas 64 escaños en la Cámara Baja y seis en la Alta, aunque en esta mantuvieron el control. En cambio, al calor de la guerra de Irak, a George Bush hijo le fueron mucho mejor las cosas en el 2002, ya que recuperó el control del Senado para los republicanos y perdió apenas unos escaños en la Cámara Baja, manteniendo el control. Los tres presidentes fueron reelegidos.
En la actualidad se da una circunstancia un tanto paradójica. Aunque la ventaja republicana en la Cámara Baja es significativa, 46 escaños, la situación es muy fluida y en absoluto es descartable un vuelco a favor de los demócratas en las elecciones de noviembre. En cambio, aunque la ventaja republicana en el Senado es la menor posible (51 frente a 49), los demócratas deben defender bastantes más escaños, algunos de ellos en estados que favorecieron a Donald Trump en el 2016.
De ahí la importancia de estos próximos diez meses, en los que la Administración Trump pretende añadir a la reforma fiscal aprobada las pasadas Navidades proyectos legislativos significativos
Los republicanos se juegan la mayoría en el Congreso en las elecciones parciales del 6 de noviembre
en materia de asistencia sanitaria –otra vez, pese a los anteriores fracasos–, inmigración, infraestructuras y asistencia social. Las reformas en este último ámbito perjudicarían obviamente a las clases más débiles, al tiempo que la aludida reforma fiscal beneficia a las más pudientes. No es una posición cómoda para los candidatos republicanos, especialmente con ese mascarón de melena pajiza en la proa de la nave.