La caída del imperio del centro
El electorado catalán se ha bipolarizado en paralelo a una mutación generacional del censo
El imperio del centro es el espacio “donde residen los intereses auténticamente humanos”; un espacio político donde libertad y fraternidad se funden en un mismo proyecto. Eso, al menos, dice la mitología. Pero lo cierto es que durante varias décadas, el denominado oasis catalán pareció funcionar bajo la influencia del imperio del centro. En Catalunya, la alternancia era tan apacible que se producía indirectamente: el centro nacionalista ganaba las elecciones autonómicas, y el centroizquierda, las municipales y las generales. Y así desde 1977. E incluso cuando, al fin, un día se produjo el relevo en el ámbito autonómico, los bloques electorales apenas se movieron. La alternancia la tuvo que decidir un tercer partido (ERC), algo que visto retrospectivamente resulta bastante paradójico.
Aquella etapa plácida se explicaba por la existencia de un voto dual, que cruzaba las fronteras identitarias y podía apoyar a un partido (nacionalista) en las elecciones catalanas y a otro (estatal) en las generales o en las locales. Y a ello había que sumar una abstención selectiva (la de los votantes con una identidad más española) que con su ausencia en las elecciones catalanas facilitaba la mayoría nacionalista al frente de las instituciones de autogobierno.
Los parámetros que propiciaban aquel escenario se resumían en un bloque nacionalista que cosechaba cerca del millón y medio de votos en las autonómicas (aunque menos de una quinta parte de ellos apostaban por una oferta independentista como ERC) y que difícilmente sumaba más de 1,3 millones de sufragios en las generales. Paralelamente, el centroizquierda y la izquierda de proyección estatal (una suerte de “catalanismo español”) a duras penas sobrepasaban el millón de papeletas en las catalanas (al menos hasta 1999), mientras que ganaban con claridad las locales (incluidas muchas capitales de comarca de la Catalunya interior) y podían acercarse a los dos millones de sufragios en elecciones generales de intensa polarización. Finalmente, un tercer bloque encarnaba el minoritario españolismo catalán, que acabó concentrándose en torno al PP y que normalmente no iba más allá de los 300.000 votantes, aunque su techo potencial superaba los 600.000.
Eso empezó a cambiar a finales de los noventa –coincidiendo con la llegada al poder del PP en España–, y la prueba es que en las elecciones catalanas del 2003 el bloque nacionalista superó por segunda vez el listón del millón y medio de papeletas, pero con un reparto muy distinto: los independentistas de ERC representaron más de un tercio del voto nacionalista. A su vez, en aquellas autonómicas la oferta de centroderecha españolista se situó en torno a los 400.000 votos (cifra similar a la de 1995, cuando el PP concurrió con el beligerante antinacionalista Vidal-Quadras al frente).
Aun así, las marcas electorales que componían el imperio del centro (CiU y PSC) resistieron el empuje de las fuerzas emergentes y lograron cosechas superiores al millón de sufragios. Y todavía en los traumáticos comicios del 2004 el imperio del centro mantuvo la primacía, sobre todo por el flanco del centroizquierda, que sobrepasó el millón y medio de papeletas (y más de 1,8 millones con ICV) y que albergaba (como en el 82, el 96 o el 2008) una amplia amalgama de preferencias territoriales entre sus votantes (desde un Estado centralizado hasta uno que reconociera el derecho a la independencia). El bloque nacionalista, en cambio, ya mostraba síntomas de radicalización identitaria (con el 43% de ese voto para ERC ).
El escenario del 2004 refleja cómo ha cambiado el comportamiento electoral de los catalanes, ya que se sustenta sobre un censo similar al de los residentes del 21-D y en una participación muy alta. Y el contraste parece dibujar dos países distintos: desde entonces, el imperio del centro ha perdido casi 900.000 sufragios por su flanco izquierdo (o sólo la mitad si su voto del 21-D se
VOTANTES MÁS RADICALES
Los resultados del 21-D se explican también por la renovación del cuerpo electoral
LA MAGNITUD DEL CAMBIO
Sólo desde el 2000, el censo ha absorbido alrededor de un millón de electores
compara con el de las autonómicas anteriores al 2006). A su vez, el flanco nacionalista del viejo imperio del centro ha desaparecido literalmente: el soberanismo difuso de CiU y el secesionismo gradualista de ERC se han visto sustituidos por un bloque hermético de independentismo unilateral. Pero ese espacio ha crecido en medio millón de sufragios desde el 2003, hasta superar los dos millones de papeletas. Y, paralelamente, el españolismo catalán (hoy a través de dos marcas: el PP y Cs) ha sumado 600.000 votos con relación a las generales anteriores al 2011 y un millón respecto a las catalanas anteriores a 1995.
Es evidente que una parte de los avances del catalanismo independentista o del españolismo catalán se nutrieron el 21-D de una participación récord (400.000 votantes y tres puntos más que en el 2004) y del vaciado del imperio del centro. Sin embargo, más allá de la radicalización y la división alentadas por uno y otro bando en torno al contencioso territorial, esa gigantesca mutación del cuerpo electoral catalán podría explicarse por un electorado más proclive al riesgo y menos ligado a las tradicionales lealtades partidistas (como explica en su tesis el politólogo Oriol Bartomeus). Dos datos lo sugieren: primero, el censo electoral ha incorporado un millón de nuevos electores desde el año 2000 (y los nacidos después de 1960 son ya una clara mayoría en su seno); y segundo, el respaldo a la independencia de Catalunya ha pasado del 13% al 44% desde 1988.