Igual que con ETA
El auto del Tribunal Supremo sobre el mantenimiento de la prisión incondicional para Junqueras certifica la doble realidad en la que vivimos desde que Rajoy hizo efectivo el 155 y convocó el 21-D. Se atribuye al vicepresident una violencia hipotética y, a la vez, se dice que no hay constancia de que Junqueras haya participado u ordenado actos violentos concretos. Todo se basa en una probabilidad que los magistrados infieren de la defensa política y pacífica que el líder de ERC hizo de la vía unilateral. ¿Hasta qué punto un razonamiento jurídico de este tipo es congruente con un sistema democrático donde existe la presunción de inocencia? No lo digo yo: juristas muy acreditados han puesto el grito en el cielo. ¿Qué margen hay para hacer política cuando la arbitrariedad tiene un peso tan abrumador?
El movimiento táctico del jefe de Gobierno español partía de la creencia –quizá fundamentada en las informaciones que manejaba Moragas– de que los partidos unionistas podrían ganar, como proclamó Cospedal. Al otro lado, las formaciones independentistas participaron en el 21-D como mal menor, por dos motivos: tenían el convencimiento de que podrían vencer (así ha sido) y creían que una victoria podría frenar la acción de los
Los antiguos aconsejaban no humillar nunca al adversario; en la Moncloa no saben historia
tribunales y facilitar la distensión y el diálogo con el gobierno (dos extremos que no se han cumplido). Ahora hay una mayoría independentista en el Parlament, pero el unionismo confía en fiscales y jueces para equilibrar la situación a su favor. El objetivo principal no es ningún secreto, fue anunciado en campaña por Santamaría: “descabezar” al independentismo. Jubilar por la vía penal a los dirigentes del proceso, convertir en prisionero a quien debería ser interlocutor.
¿Qué efectos tendrá que se trate a Junqueras, Puigdemont y al resto como terroristas sin que haya existido terrorismo ni acto violento alguno desde el independentismo? En primer lugar, cerrar el paso a la política y enquistar el conflicto. En segundo lugar, vaciar todavía más de legitimidad los poderes del Estado ante dos millones largos de catalanes. En tercer lugar, hacer muy difícil cualquier diálogo para pactar –cuando menos– los términos del desacuerdo. Y, en cuarto lugar, provocar un cortocircuito (no sé de qué intensidad) en la separación de poderes del Estado, acelerando el desprestigio de ciertas instancias. La pregunta es obligada: ¿cuánto tiempo se puede actuar a la vez con las garantías de una democracia y las arbitrariedades de un sistema autoritario sin implosionar?
Se quiere copiar el marco de actuación judicial contra ETA y Batasuna para aplicarlo a la Catalunya del proceso. Con una sobrecarga de humillación de los dirigentes independentistas que están en la cárcel y en Bélgica, método que demuestra muy poca inteligencia por parte de los gestores del Estado. Los antiguos aconsejaban no humillar nunca al adversario; en la Moncloa no saben historia.