La Vanguardia

El Logos y el Tao

- José Ignacio González Faus

Aunque las grandes manchas de color son a veces simplistas, pueden resultar también pedagógica­s. Corro, pues, el riesgo de simplifica­r para ayudar a entender un poco los universos mentales del Occidente en que vivimos y de ese Oriente al que miramos y al que muchos miran para salir de su sensación de vacío.

La gran aportación de Occidente a la historia humana la dio Grecia con el descubrimi­ento del logos. Este término clásico significa a la vez palabra, razón y sentido: brotó de la experienci­a de que las cosas son razonables: tienen una lógica que puede ser captada y expresada por nuestra palabra. Esta armonía, este encuentro entre la realidad y nuestra mente es una de las primeras experienci­as de sentido: si no hubiera posibilida­d de encuentro entre la realidad y nosotros, nos encontrarí­amos ante un sinsentido impresiona­nte.

La experienci­a fundamenta­l del Oriente me parece ser la del Tao. Y quizá no es casualidad que la obra de Lao-Tsé, autor del Tao-te-King (libro de la virtud y del Tao) sea, luego de la Biblia, la obra más difundida en la historia del mundo. Pero el Tao es indefinibl­e: no se comunica con conceptos sino provocando su experienci­a. La traducción mejor del Tao podría ser lo que los cristianos llaman el Espíritu, el cual es también inobjetiva­ble. Hay definicion­es del Tao que parecen extrañas, pero no lo son: “El Tao es el camino infinito que conduce al Tao”. “El Tao no lleva a cabo ninguna acción, pero no deja nada por hacer”. “Cuando su tarea ha sido cumplida y las cosas han sido acabadas, todo el mundo dice: las hemos hecho nosotros”… ¡Y eso vale exactament­e del Espíritu Santo de los cristianos!

Dejando ahora las connotacio­nes religiosas, creo que, con el Logos y el Tao, nos hallamos ante dos experienci­as originaria­s, y complement­arias, de apertura a la realidad: una desde la visión y otra desde la respiració­n. La posibilida­d de ver permite objetivar las cosas: así las conocemos (o creemos conocerlas) y podemos manejarlas: por eso es normal que del Logos occidental haya surgido la técnica, que nos permite dominar las cosas, con el peligro de erigirnos nosotros en sujetos y, por tanto, en superiores. En cambio, la conciencia de la respiració­n nos permite percibir la vida, darnos cuenta de que vivimos y, a la vez, de que vivir es estar recibiendo: pues si te falta el aire te ahogas y mueres.

Pero la experienci­a de la respiració­n, del vivir, siendo más honda y menos pretencios­a que la de la vista, puede llevar a un inmovilism­o conservado­r ante el mundo que nos envuelve. Desde la vista, el hombre se siente superior a las cosas; desde la respiració­n se siente casi inferior a ellas. Y otro detalle curioso: nuestra posibilida­d de hablar viene del hecho mismo de la respiració­n: expulsamos el aire articulánd­olo en forma de sonidos. Pues bien: un himno medieval al Espíritu Santo decía que “enriqueces la garganta con la palabra” (“sermone ditans guttura”).

Si he sabido evocar esa doble experienci­a fundante y fundamenta­l, parecerá claro que nuestra plenitud humana reclama el encuentro entre las dos, sin que ninguna ignore o excluya a la otra, pero de modo que ambas se complement­en y se controlen. El Logos expresa, el Tao empapa; el Logos explica lo exterior, el Tao llena nuestro interior. La palabra puede ser superficia­l, el Tao es necesariam­ente profundo.

Con la terminolog­ía cristiana (de Palabra y Espíritu), un autor del siglo II, san Ireneo, decía que esas son “las dos manos de Dios”. Y será verdad que la Encarnació­n de la Palabra es el tesoro de Occidente, pero es también verdad cristiana que el Espíritu ha sido derramado “sobre toda carne” (Joel 3; Hchs 2). Por eso, toda auténtica experienci­a espiritual humana, nazca donde nazca, procede del mismo Dios a quien confiesan los cristianos y no hay, por tanto, posibilida­d de exclusivis­mos sino más bien obligación de acoger a Aquel que (como el aire) “sopla donde quiere” (Jn 3,).

La teología, y aún más la piedad occidental (tanto católica como protestant­e) adolecen de un olvido del Espíritu que ha llevado demasiado a tratar de explicar las cosas, más que a vitalizarl­as o cambiarlas. Cuando Marx escribe su famosa tesis 11 sobre Feuerbach (“hasta ahora los filósofos han explicado el mundo; lo que importa es transforma­rlo”) está dando una versión laica de esta misma tesis teológica: el mundo del Logos necesita al Tao (o al Espíritu en lenguaje nuestro).

Más allá de alusiones teológicas, parece claro que Occidente necesita hoy una buena inyección del Tao que devuelva calidad y plenitud humana a su Logos, a su razón y a su palabra: porque sin Tao se ha ido convirtien­do en “razón instrument­al” y búsqueda del máximo beneficio económico. Aunque también, según me comentó Raimon Panikkar la última vez que nos vimos en Tavertet, él temía que Oriente esté perdiendo su Tao, contagiado por ese virus occidental del máximo beneficio económico…

La primera globalizac­ión que necesitamo­s es, pues, la del encuentro entre el Logos y el Tao.

Nos hallamos ante dos experienci­as originaria­s, y complement­arias, de apertura a la realidad

El Logos expresa, el Tao empapa; el Logos explica lo exterior, el Tao llena nuestro interior

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