La Vanguardia

Un año en paz

- Daniel Fernández

Hay una larga y pertinaz tradición de pedir la paz en el mundo cada vez que la ocasión es propicia. Porque cambiamos de año o porque es lo que se espera de todo aspirante a político o a miss, tanto monta, monta tanto. En cualquier caso, y como acabamos de dejar atrás las fiestas, es el momento de implorar que este 2018 nos dejen vivir en paz. Y que nos dejemos en paz los unos a los otros. Tregua, armisticio, pausa, reset, díganle como quieran.

Va a ser un año, con un poco de fortuna y contando con la habilidosa astucia procesista, libre de elecciones políticas, así que mientras nos preparamos para las municipale­s del 2019 (que algún adelantado ya dice que son las que traerán la república catalana “de verdad”), deberíamos tener doce meses libres de campaña electoral y de urnas. Aunque ya sabemos que vivimos en campaña permanente y agotadora. Pero se trataría justamente de, hoy que sólo hemos consumido una semana de este año todavía nuevo, poder parar y serenarse. Pasear, pensar, conversar. Esas cosas propias de las gentes civilizada­s y que viven en paz. Dejar atrás malos recuerdos, aparcar el resentimie­nto, volver a compartir un vino sosegadame­nte, dejar que el músculo duerma y la ambición descanse, como en Silencio, el tango cantado por Gardel. Y recordar, así como de soslayo, que casi nada es lo que parece y que toda identidad tomada demasiado en serio suele ser tan falsa como esquiva. El tango mismo, emblema nacional argentino, bebe de la contradanz­a europea y de Cuba y la milonga brasileira. Gardel era francés, ya lo saben. Y el bandoneón se lo trajeron en sus equipajes emigrantes alemanes y

Recordar, así como de soslayo, que toda identidad tomada demasiado en serio suele ser tan falsa como esquiva

centroeuro­peos. Toma tango fusión…

O si prefieren un ejemplo mucho más nuestro y que es uno de mis favoritos, permítanme que hoy les diga de dónde viene muy probableme­nte la muy catalana costumbre de intercalar una conjunción copulativa entre el apellido paterno y el materno (o viceversa, que ahora también lo permite la ley). En estos días sin treguas ni pausa, muchos han incorporad­o la i latina a sus apellidos por mor de hacer evidente su catalanism­o. Y es curioso, porque probableme­nte estos patriotas del apellido ignoren que la conjunción, en forma de y griega, era costumbre de Castilla, tal como lo oyen. Y los catalanes la empezaron a usar tan tardíament­e como el siglo XVIII y sí, lo han adivinado, se trataba de parecer más castellano­s.

Así que ya ven lo que es el juego extraño de la identidad, los espejos, sus reflejos y las verdades que se creen indiscutib­les. El tatarabuel­o comienza intentando parecer más castellano a fin de prosperar y el chozno está convencido de que esa conjunción lo identifica como de linaje catalán, aunque sea un castellani­smo que los de la meseta abandonaro­n hace tiempo (y, en cualquier caso, un arcaísmo). Eso hasta que vengan las y los de la CUP y nos digan que esa i es igualitari­a porque pone al mismo nivel el apellido materno y el paterno (o viceversa). Con tal de no dejarnos en paz…

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