Un año en paz
Hay una larga y pertinaz tradición de pedir la paz en el mundo cada vez que la ocasión es propicia. Porque cambiamos de año o porque es lo que se espera de todo aspirante a político o a miss, tanto monta, monta tanto. En cualquier caso, y como acabamos de dejar atrás las fiestas, es el momento de implorar que este 2018 nos dejen vivir en paz. Y que nos dejemos en paz los unos a los otros. Tregua, armisticio, pausa, reset, díganle como quieran.
Va a ser un año, con un poco de fortuna y contando con la habilidosa astucia procesista, libre de elecciones políticas, así que mientras nos preparamos para las municipales del 2019 (que algún adelantado ya dice que son las que traerán la república catalana “de verdad”), deberíamos tener doce meses libres de campaña electoral y de urnas. Aunque ya sabemos que vivimos en campaña permanente y agotadora. Pero se trataría justamente de, hoy que sólo hemos consumido una semana de este año todavía nuevo, poder parar y serenarse. Pasear, pensar, conversar. Esas cosas propias de las gentes civilizadas y que viven en paz. Dejar atrás malos recuerdos, aparcar el resentimiento, volver a compartir un vino sosegadamente, dejar que el músculo duerma y la ambición descanse, como en Silencio, el tango cantado por Gardel. Y recordar, así como de soslayo, que casi nada es lo que parece y que toda identidad tomada demasiado en serio suele ser tan falsa como esquiva. El tango mismo, emblema nacional argentino, bebe de la contradanza europea y de Cuba y la milonga brasileira. Gardel era francés, ya lo saben. Y el bandoneón se lo trajeron en sus equipajes emigrantes alemanes y
Recordar, así como de soslayo, que toda identidad tomada demasiado en serio suele ser tan falsa como esquiva
centroeuropeos. Toma tango fusión…
O si prefieren un ejemplo mucho más nuestro y que es uno de mis favoritos, permítanme que hoy les diga de dónde viene muy probablemente la muy catalana costumbre de intercalar una conjunción copulativa entre el apellido paterno y el materno (o viceversa, que ahora también lo permite la ley). En estos días sin treguas ni pausa, muchos han incorporado la i latina a sus apellidos por mor de hacer evidente su catalanismo. Y es curioso, porque probablemente estos patriotas del apellido ignoren que la conjunción, en forma de y griega, era costumbre de Castilla, tal como lo oyen. Y los catalanes la empezaron a usar tan tardíamente como el siglo XVIII y sí, lo han adivinado, se trataba de parecer más castellanos.
Así que ya ven lo que es el juego extraño de la identidad, los espejos, sus reflejos y las verdades que se creen indiscutibles. El tatarabuelo comienza intentando parecer más castellano a fin de prosperar y el chozno está convencido de que esa conjunción lo identifica como de linaje catalán, aunque sea un castellanismo que los de la meseta abandonaron hace tiempo (y, en cualquier caso, un arcaísmo). Eso hasta que vengan las y los de la CUP y nos digan que esa i es igualitaria porque pone al mismo nivel el apellido materno y el paterno (o viceversa). Con tal de no dejarnos en paz…