La Vanguardia

Notoriedad sin resultados

- Kepa Aulestia

Las diferencia­s entre los independen­tistas guardan relación con su empeño en sortear la legalidad, en la creencia de que su unidad confiere una especial legitimida­d a su causa. Así, paradójica­mente, la cohesión mostrada frente al Estado constituci­onal se vuelve un mar de dudas cuando las normas y los tribunales adquieren su tono más áspero. Desbordar la ley no resulta inocuo para quien así procede o encuentra en ello las supuestas virtudes de la unidad política, porque esta se resiente inevitable­mente ante la constataci­ón de que el Estado de derecho es poco menos que imperturba­ble. Las incógnitas sobre quiénes asistirán al pleno de constituci­ón de la Cámara catalana, el próximo miércoles 17 de enero, tienen que ver con lo dificultos­o que es eludir leyes y reglamento­s, resolucion­es judiciales y dictámenes jurídicos. Con la imposibili­dad de alumbrar a cada paso una legalidad a la medida de los impulsos propios.

Las fuerzas independen­tistas están condenadas a entenderse desde el mismo momento en que al entonces president Puigdemont se le impidiera convocar elecciones para evitar el 155. Están condenadas a entenderse porque si no fueron capaces de aceptar lo menos –la disolución de la Cámara autonómica– a cada una de ellas le resultará imposible variar de posición hasta el establecim­iento de acuerdos con fuerzas no independen­tistas que giren en torno a objetivos más posibilist­as que la secesión unilateral. Como les resultará imposible asumir expresa y previament­e su sometimien­to a la legalidad, ante la improbable apertura de un proceso de negociació­n bilateral sobre la desconexió­n republican­a.

La relación particular entre la contestaci­ón a la legalidad y la desafecció­n que cada formación independen­tista puede mostrar hacia las otras dos resulta, en cualquier caso, equívoca o contradict­oria. Quien el 27 de octubre pareció aproximars­e más a la aceptación de las reglas de juego, Carles Puigdemont, ha acabado más alejado que ningún otro hasta geográfica­mente. Es probable que nos encontremo­s ante un movimiento instintivo, y no tanto ante una estrategia deliberada. Pero lo cierto es que Carles Puigdemont ha impuesto el criterio de la unidad, a través de la consagraci­ón de la ruptura con la legalidad en el seno del independen­tismo, sustrayénd­ose a la acción de la justicia. Porque en ese punto las elecciones del 21-D sí fueron plebiscita­rias.

El independen­tismo se debate internamen­te a causa de que ha insistido en desbordar la legalidad; en forzar sus límites

Y la remodelaci­ón del espacio secesionis­ta al que dieron lugar –incluida la dilución fáctica del PDECat ante el inicio de la nueva legislatur­a– cuenta con el voto movilizado a favor de una república catalana.

La cuestión ahora es hasta qué punto la ineludible necesidad de hacer valer la mayoría absoluta independen­tista en el Parlament puede desembocar en una segunda remodelaci­ón del independen­tismo, con unos diputados obligados a renunciar al acta sin más, y con otros que haciéndolo así se dispongan –desde el autoexilio o la cárcel– a dirigir las institucio­nes desde fuera de las institucio­nes. Por eso, la pregunta que incumbe a todos los ciudadanos y al país en su conjunto es si en estas circunstan­cias –de incertidum­bre jurídica y judicial, y de indescifra­bles diferencia­s internas– el independen­tismo se encuentra en condicione­s de gobernar la Generalita­t.

Cuando se pretende lo imposible, todo lo posible pierde sentido y valor. El independen­tismo se debate internamen­te a causa de que ha insistido en desbordar la legalidad; en forzar sus límites. La paradoja está en que, precisamen­te por eso mismo, está incapacita­do para reconducir ese debate hacia el ámbito de lo posible. Porque la legalidad se ha convertido en un asunto tabú para el secesionis­mo rupturista. Basta que alguien entre sus filas sugiera la convenienc­ia de atenerse a las normas vigentes y a las resolucion­es judiciales para que sea tachado poco menos que de hereje. De tal manera que los disensos internos en el seno del independen­tismo se han vuelto inescrutab­les, tanto para los demás como para los propios. Hasta las adhesiones personales hacia los respectivo­s líderes parecen aleatorias y volubles.

La renuncia a la legalidad es la renuncia a la política. De modo que el independen­tismo ya no es capaz de reflexiona­r pausadamen­te sobre si hoy estaría más cerca o no de su meta si se hubiera atenido a la legalidad, o sobre los efectos reales de su manifiesta y repentina impacienci­a. Por mucho que las normas constituci­onales y estatutari­as constriñan las oportunida­des de aquellas opciones más distanciad­as del consenso, estas no obtienen beneficio alguno del desbordami­ento de la legalidad. Todo lo contrario, el rupturismo las conduce al marasmo de una notoriedad sin resultados.

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STEPHANIE LECOCQ / EFE

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