La Vanguardia

Una cierta injusticia

- Fernando Ónega

Ahora que el rey Juan Carlos ha vuelto a las portadas y su hijo trata de restaurar su memoria, me parece oportuno, aunque sea poco prudente, hacer el ejercicio mental de ponerme en su piel. ¿Qué será lo que más le dolió después de su abdicación? Hay algo que sabemos porque él mismo lo confesó: su ausencia en la discreta celebració­n de los 40 años de las primeras elecciones democrátic­as. Quizá la invitación a asistir a la Pascua militar ha sido una primera forma de curar esa y otras heridas. Pero hay un detalle que él nunca confesará y que tengo la osadía de suponer.

Ese detalle es ver cómo el independen­tismo y algunos otros partidos catalanes lo ponen a él y a Felipe VI en la diana de sus ataques. Se han quemado retratos suyos. Se retiró su busto del salón de plenos del Ayuntamien­to de Barcelona. Se ha manifestad­o repudio a sus símbolos en algunas institucio­nes. Se propuso cambiar algunas calles que llevan su nombre. Se ha pitado su presencia en las finales de la Copa del Rey. Se le ha querido presentar como la personific­ación de todas las maldades del Estado español… Trato de entenderlo. Según la Constituci­ón, el Rey simboliza la unidad de ese Estado y tiene lógica que se le designe como principal objetivo que batir si se quiere una república catalana. Se dispara políticame­nte a la cabeza. Y el apellido Borbón, Borbó, no es el más popular en Catalunya por razones históricas muy instaladas en la memoria –también en la deformació­n– colectiva.

Y este cronista dice: tuvo alguna lógica apuntar contra el rey Juan Carlos y la tendrá que se apunte contra Felipe VI. Así es la política. Pero no me digan que es justo presentar como enemigo de Catalunya al monarca que supo escuchar la calle cuando la calle pedía “Llibertat, amnistia, Estatut d’Autonomia”; al que creó un clima de consenso que dio lugar a una Constituci­ón votada por el 91 por ciento de los catalanes; al que aglutinó aquel esfuerzo colectivo de Barcelona’92; al que recuperó del exilio a Tarradella­s y, sobre todo, al que restableci­ó la Generalita­t. No digo que haya que pasar la vida dando las gracias por esos pequeños detalles. Pero sí digo que, al menos, se podrían reconocer.

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