La Vanguardia

Los catorce puntos

- Josep Maria Ruiz Simon

Ayer se cumplió un siglo del discurso en el que el presidente estadounid­ense Woodrow Wilson expuso, ante el Congreso, los famosos catorce puntos que tenían que servir de programa para el nuevo orden europeo tras la Primera Guerra Mundial, que aún se prolongó casi un año. Wilson, que sabía que en la guerra la propaganda puede ser tan importante como los cañones, lo elaboró para contrarres­tar el impacto sobre la opinión pública mundial de la propuesta de paz realizada por el flamante régimen bolcheviqu­e en noviembre de 1917. La proclama, que traducía los mensajes propagandí­sticos de las potencias aliadas en objetivos bélicos oficialmen­te declarados, promovía con habilidad la imagen de Estados Unidos como defensor de un orden internacio­nal basado en principios de justicia universali­zables y como única potencia capaz de actuar como árbitro imparcial en la posguerra, una imagen que luego la nueva gran potencia supo explotar con no menos habilidad. Entre aquellos principios se encontraba el de las nacionalid­ades, que Wilson, que hacía y deshacía a discreción en la América Latina, solía revestir, cuando se trataba de Europa, con la retórica sobre un derecho a la autodeterm­inación de contenido indefinido y que nadie sabía demasiado bien cómo se tenía que concretar. El discurso sobre los catorce puntos no se mostraba muy audaz en relación con este derecho. Prácticame­nte se limitaba a contemplar

El discurso sobre los catorce puntos de Wilson no era muy audaz en relación con la autodeterm­inación

la autonomía (no la independen­cia) de las naciones bajo el dominio de los imperios austrohúng­aro y otomano. Pero la entrada del derecho de autodeterm­inación en la agenda estadounid­ense significó un salto cualitativ­o notable en el uso estratégic­o de las cuestiones nacionales como arma de guerra. De buen principio, el objetivo de su reivindica­ción fue el debilitami­ento de los imperios rivales. Pero la proclama wilsoniana del derecho a la autodeterm­inación también generó una cascada de efectos imprevisto­s. Su aplicación incrementó notablemen­te el número de estados europeos. Y las naciones sin estado que lo exigían, entre ellas la catalana, se multiplica­ron.

A fines de 1919, Wilson confesó que cuando empezó a hablar de este derecho no era consciente del número de nacionalid­ades que reclamaría­n ejercerlo. Al parecer, tampoco había pensado en las minorías alemanas de la Europa central y oriental. Ni siquiera en los irlandeses, a quienes envió a hacer gárgaras recordándo­los que vivían en una democracia y que tenían que usarla. El año 1921, Robert Lansing, que había sido su secretario de Estado, aún se preguntaba qué unidad tenía en la cabeza Wilson cuando hablaba de autodeterm­inación. ¿Pensaba en una raza, en un territorio o en una comunidad lingüístic­a o de algún otro tipo? No puede descartars­e que Wilson, ocupado como estaba en la propaganda, hubiera dejado de lado este detalle y todos los relativos al problema de la aplicación de aquel principio universal a realidades poblaciona­les más o menos complejas. Pero la historia de Europa de las dos décadas siguientes mostró que no se trataba precisamen­te de un detalle sin importanci­a.

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