Los catorce puntos
Ayer se cumplió un siglo del discurso en el que el presidente estadounidense Woodrow Wilson expuso, ante el Congreso, los famosos catorce puntos que tenían que servir de programa para el nuevo orden europeo tras la Primera Guerra Mundial, que aún se prolongó casi un año. Wilson, que sabía que en la guerra la propaganda puede ser tan importante como los cañones, lo elaboró para contrarrestar el impacto sobre la opinión pública mundial de la propuesta de paz realizada por el flamante régimen bolchevique en noviembre de 1917. La proclama, que traducía los mensajes propagandísticos de las potencias aliadas en objetivos bélicos oficialmente declarados, promovía con habilidad la imagen de Estados Unidos como defensor de un orden internacional basado en principios de justicia universalizables y como única potencia capaz de actuar como árbitro imparcial en la posguerra, una imagen que luego la nueva gran potencia supo explotar con no menos habilidad. Entre aquellos principios se encontraba el de las nacionalidades, que Wilson, que hacía y deshacía a discreción en la América Latina, solía revestir, cuando se trataba de Europa, con la retórica sobre un derecho a la autodeterminación de contenido indefinido y que nadie sabía demasiado bien cómo se tenía que concretar. El discurso sobre los catorce puntos no se mostraba muy audaz en relación con este derecho. Prácticamente se limitaba a contemplar
El discurso sobre los catorce puntos de Wilson no era muy audaz en relación con la autodeterminación
la autonomía (no la independencia) de las naciones bajo el dominio de los imperios austrohúngaro y otomano. Pero la entrada del derecho de autodeterminación en la agenda estadounidense significó un salto cualitativo notable en el uso estratégico de las cuestiones nacionales como arma de guerra. De buen principio, el objetivo de su reivindicación fue el debilitamiento de los imperios rivales. Pero la proclama wilsoniana del derecho a la autodeterminación también generó una cascada de efectos imprevistos. Su aplicación incrementó notablemente el número de estados europeos. Y las naciones sin estado que lo exigían, entre ellas la catalana, se multiplicaron.
A fines de 1919, Wilson confesó que cuando empezó a hablar de este derecho no era consciente del número de nacionalidades que reclamarían ejercerlo. Al parecer, tampoco había pensado en las minorías alemanas de la Europa central y oriental. Ni siquiera en los irlandeses, a quienes envió a hacer gárgaras recordándolos que vivían en una democracia y que tenían que usarla. El año 1921, Robert Lansing, que había sido su secretario de Estado, aún se preguntaba qué unidad tenía en la cabeza Wilson cuando hablaba de autodeterminación. ¿Pensaba en una raza, en un territorio o en una comunidad lingüística o de algún otro tipo? No puede descartarse que Wilson, ocupado como estaba en la propaganda, hubiera dejado de lado este detalle y todos los relativos al problema de la aplicación de aquel principio universal a realidades poblacionales más o menos complejas. Pero la historia de Europa de las dos décadas siguientes mostró que no se trataba precisamente de un detalle sin importancia.