La Vanguardia

President Mas

- Pilar Rahola

Este es un país que bascula entre la grandeza y la miseria. Es capaz de gestas heroicas que sorprenden allende las fronteras, y a la vez tiene una tendencia atávica a la ingratitud. Sabemos llorar a nuestros ídolos como ningún otro pueblo, pero sólo cuando los hemos perdido. Nos cuesta reconocer méritos y liderazgos, tal vez porque somos un pueblo adusto, forjado en siglos sin poder propio y, en consecuenc­ia, recelosos. Al tiempo, es cierto que somos capaces de acciones colectivas únicas, de mantener nuestra identidad contra los elementos, de alzar la cabeza cuando nos la quieren agachada. Dice una pintada en la pared: “Nos quieren enterrar y no saben que somos semilla”. Cierto. No nos cuesta nada germinar la tierra, la cuestión es que no siempre cuidamos del árbol que nace, más capaces de construir que de mantener.

Pienso en ello a raíz de la despedida de Artur Mas como presidente del PCECat, lo cual quiere decir que abandona la primera línea política.

Los motivos que ofrece son irrebatibl­es. Por un lado, el PDECat ha quedado fagocitado por el proyecto que ha liderado Carles Puigdemont desde Bruselas y que aspira a una nueva hegemonía en el espacio central del país.

De Artur Mas nadie podrá decir que no se ha dejado la piel en la defensa de su país y de sus ideas

De momento, ha recibido el aval sonoro de las urnas. Por el otro, es evidente que Artur Mas es un enemigo que batir para el Estado, que lo considera culpable del proceso de transforma­ción del soberanism­o al independen­tismo. Por ello se le presenta un calendario judicial tormentoso: si pueden hacerle más daño del que ya le han hecho, no hay duda de que se lo harán, en esta España donde los vasos comunicant­es entre la política y la judicatura son un escándalo aterrador. Sobran, pues, sólidos motivos para dejar la presidenci­a del partido.

En este punto, no puedo evitar pensar en la ingratitud. ¿Somos consciente­s del enorme servicio a la causa y al país que ha hecho este hombre? Mas nació políticame­nte para ser un convergent­e más del grupo del viejo pujolismo y no parecía capaz del nivel de riesgo que ha asumido. Era un hombre de la Eton catalana, de ideas ordenadas y poco ruidosas, con un camino político que estaba perfectame­nte trazado. Y, sin embargo, ha sido el político que ha encabezado el proceso más arriesgado y valiente de nuestra historia. Por el camino, ha sido trinchado en los medios, ha sufrido campañas de desprestig­io, lo han condenado en un juicio político, lo han inhabilita­do, le han embargado la casa y ahora lo imputan nuevamente en la causa general contra Catalunya. Nadie podrá decir que no ha dejado la piel en la defensa de sus ideas y de su país. Sin embargo, ¿lo han tratado bien desde el propio independen­tismo? Más bien ha sufrido la inquina de unos –que lo han tirado a la papelera de la historia– y el menospreci­o de otros, que no han dejado de complotar en su espalda. Es la vieja crónica catalana: primero derribamos personas y después les alzamos monumentos.

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