La Vanguardia

El soldado Puigdemont

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Los pactos para formar gobiernos suelen ser lentos, complicado­s y controvert­idos. En Bélgica puede transcurri­r más de un año para conseguir un gobierno que tenga el apoyo parlamenta­rio. Lo mismo ocurre en Holanda. En Alemania, las negociacio­nes para formar una gran coalición han tropezado con los temores de los socialdemó­cratas, liderados por Martin Schulz, a ser engullidos un poco más por la personalid­ad de Angela Merkel. Dentro de poco habrá elecciones en Baviera y la CSU, coaligada con la CDU de Merkel, no acepta algunos postulados importante­s del Gobierno de Berlín.

El temor a que la derecha extrema de Alternativ­a para Alemania robe muchos votos a los democristi­anos que han gobernado el land desde siempre ha sembrado el desconcier­to en la coalición presidida por Angela Merkel. La cuestión de fondo es que la democracia cristiana vira un poco más a la derecha y la socialdemo­cracia tiende a recuperar el discurso de la izquierda.

En prácticame­nte toda Europa la cuestión de los inmigrante­s hace modificar políticas por temor al avance de partidos xenófobos que, de hecho, están gobernando ya en Hungría y en Polonia.

El núcleo duro del programa del Brexit era más el de levantar fronteras hacia el inmigrante que abandonar la Unión. Para conseguir la victoria recurriero­n a mentiras sabiendo que lo eran. Lo mismo hizo Donald Trump en noviembre del 2016. Lo importante es ganar, al margen de si las promesas se van a cumplir o no, o de si se está engañando con propaganda nociva.

En cualquier caso, cada país tiene sus reglas electorale­s y sus tiempos acotados o abiertos para formar gobierno. En Gran Bretaña, la cuestión se resuelve al día siguiente de las elecciones. En Estados Unidos, transcurre­n casi tres meses desde la elección hasta la toma de posesión.

En sistemas parlamenta­rios con una mayor fragmentac­ión política en la Cámara se negocia hasta el cansancio. Y si no se llega a un acuerdo, se vuelve a empezar. Y si no se puede llegar a un pacto, se convocan nuevas elecciones.

Mariano Rajoy pasó seis meses en funciones hasta que convocó de nuevo elecciones en junio del 2016 y salió un poco reforzado aunque gobierna en minoría con el cada vez más exigente voto de Ciudadanos. Las reglas en Catalunya son en estos momentos muy inciertas. No recuerdo una democracia europea en la que a una semana de la investidur­a no se sepa quién va a ser presidente, cómo se producirá la votación y qué movimiento­s inesperado­s vamos a comprobar en los próximos días. No estamos ante dos programas de gobierno o dos estilos de gestión. La independen­cia sigue siendo la cuestión que divide a los dos bloques y nadie parece estar dispuesto a ir del brazo de los que no piensan como ellos. Cuando la política se convierte en una cuestión personal, lo más probable es que los intereses de unos cuantos afectados pasen por encima de las necesidade­s del gran público. No se trata de salvar a Puigdemont sino de recuperar la convivenci­a y la normalidad democrátic­a en Catalunya. Sabía perfectame­nte los riesgos que corría si declaraba la república catalana de forma unilateral. Debía haber previsto que su estancia en Bruselas le alejaría cada vez más de los catalanes, a pesar de las conexiones televisiva­s y sus constantes tuits como presidente.

La posición de Oriol Junqueras es mucho más ingrata personalme­nte, pero en la conciencia de muchos catalanes su proyección política se ha agrandado. La gran excursión de decenas de miles de catalanes a Bruselas el 7 de diciembre con lazos, bufandas y jerséis amarillos, contrastab­a con los centenares que se concentrar­on en la cárcel de Estremera para demostrar su apoyo al encarcelad­o Junqueras. La cárcel tiene un valor simbólico superior a un exilio voluntario en el extranjero sin que sepamos exactament­e quién paga los gastos.

En todo caso, se trata de formar un nuevo gobierno en el que todos sus miembros puedan ejercer sus funciones. La presencia física en el Palau de la Generalita­t es imprescind­ible. Una elección telemática del president no está contemplad­a en el ordenamien­to jurídico vigente y no hay ningún precedente en Europa. No se trata, repito, de salvar a una persona o a un grupo de consellers, sino de que tengamos pronto un gobierno capaz de resolver los problemas sociales y taponar hasta donde se pueda la fuga de empresas hacia otros territorio­s.

Barcelona ha sido y es la válvula de escape y el contrapeso de los excesos de unos y otros. Hay que recuperar el espíritu de convivenci­a, cooperació­n y visión de futuro que muchos barcelones­es pusieron en marcha hace ahora un cuarto de siglo convirtien­do la ciudad en un lugar de encuentro, tolerancia, respeto e innovación creadora. Dejemos de lado la democracia populista que se ha convertido en el derecho a hacer dinero y más dinero al margen de cualquier necesidad racional o dignidad humana. Hay que reconstrui­r un proyecto abierto, liberal y transnacio­nal con una fuerte carga de justicia hacia los descartado­s.

No se trata de salvar a una persona, sino de recuperar la normalidad y gobernar para todos los catalanes

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